o es que vayan a acabar con las autonomías, tal como prometían: es que a este paso reivindicarán concejos, cendeas y cuadrillas. Esa peña centralista por la mañana grita que España es una y no 51, y por la noche se envuelve en la bandera andaluza, murciana o ceutí, la que manden las urnas. Esa ciudadanía del mundo ayer le afeaba el acentiño a un superior y hoy intercala ozús y oles con método, como Lola Flores rayos y rayas. Esa guerrilla jacobina juraba desterrar todo chiringuito regional, despilfarro foral, chanchullete provincial, y ahora no duda en pujar por unos segundos en la Telealdea de cada nación, nacionalidad, comarca o comunidad, según caigan en el mapa.

Lo de Macarena impostando macarenidad se lo resucitarán un día en algún tuit: cuando esté impostando catalanidad, vasquismo o zamoranía, el pedigrí que le apañe en el negocio del momento. Lo de su traje de faralaes verde, verde que te quiero verde, se lo recordarán cuando se cubra los bajos con un rosario de plátanos canarios, a lo Josephine Baker, y los altos con una ensaimada o dos morcillas de Espinosa. Cantará sardanas si es preciso, como aquel paisano bailaba agur jaunak. Y lo de mi abuela, o bisabuela, era muy granaína le pesará cuando no le queden ancestros para gallear de linaje en los valles cántabros y riscos astures.

Yo no sé cómo se puede hermanar un españolismo voraz, uniforme, expansivo, tan semejante a menudo al globalismo que denuncian, y un villorrismo de mis migas son más sabrosas que las tuyas, y si no vas al pilón. El caso es que en eso están, entre Macarena y Maracaná. l