e celebró el lunes el primer debate electoral televisado de la campaña andaluza, que nos confirmó el enorme cambio que se ha producido durante los últimos tiempos en nuestra forma de acceder a este tipo de eventos. Aunque tal vez sería más adecuado que habláramos de no acceder a ellos, porque es esa precisamente una de las grandes (y paradójicas) novedades que se están produciendo: ha adquirido ya muchísimo más peso lo que sucede en las redes sociales mientras se celebra el debate y los días posteriores, que lo que en realidad está aconteciendo en él.

En efecto, parecemos estar cada vez más necesitados de intermediarios que nos narren lo que en su opinión va sucediendo en la discusión, todo ello a pesar de que también nosotros tenemos sintonizada la tele. Su opinión, claro está, coincidirá casi exactamente con lo que queremos leer, que para algo los hemos elegido precisamente a ellos. Se trata, en definitiva, de que corroboren nuestras ideas, no contradigan nuestros favoritismos y, por supuesto, den caña a los que detestamos. Nosotros, por nuestra parte, agradecemos su esfuerzo expandiendo como posesos con nuestro móvil sus sesudos (e ingeniosos) comentarios. Así transcurren dos horas de un programa al que en realidad poco caso hemos hecho, pero del que creemos tener una opinión muy elaborada.

Durante los días siguientes, lejos de escrutar contenidos, nos dedicamos a visualizar la enorme cantidad de vídeos que nos van llegando, distribuidos por los equipos de campaña o medios afines. Nada importa ya el debate en sí, solo la intervención final aprendida de memoria o el corte de varios segundos con una respuesta ocurrente que están viendo miles de ciudadanos a través de las redes. Se producen así discusiones surrealistas entre personas que lo han visto enterito a la vieja usanza e insolentes que se creen más listos porque lo siguieron por medio de tuiteros interpuestos y pueden exhibir en su móvil las mejores jugadas. Así nos va.