ace tres décadas, cuando el Gora Herria de Negu Gorriak, solo uno de cada 100 habitantes de Barcelona era extranjero. Hoy lo es uno de cada cuatro, sin contar a los miles de nacionalizados desde entonces. En algunos barrios son ya más de la mitad. Este salto inmigratorio hasta alcanzar al 25% de la población se repite en varios parajes del continente, pero no es lo común. Por lo general, la cifra se ha multiplicado por diez, por quince en muchas ciudades, lo cual quizás resulte fantástico o tristísimo, allá cada uno con sus miedos y alegrías. Lo que no cabe es mirar al dato con indiferencia, y menos con displicencia. Y sí, yo también tengo un amigo del país que usted prefiera.

Sucede en Suburra, la serie italiana. Un político bisagra se ofrece a la izquierda para facilitarle la gobernabilidad de Roma. Esta, la izquierda, no Roma, se muestra dispuesta a hablar de todo salvo de inmigración y seguridad, temas intocables en su discurso. El escaqueo se da también, claro, fuera de Neftlix, como se dan el silencio y la incomparecencia. Y no, no hace falta ponerse apocalíptico y culpar al foráneo de todos los males: eso es asquerosamente injusto. Bastaría con admitir que cambios de tal calibre en el paisaje social provocan zozobra identitaria, desajustes culturales, y que las viejas recetas educativas e ideológicas ya no sirven. El mundo de ayer no es el de Stefan Zweig, pues sobre ese ayer se han posado otros ayeres. Y Le Pen es una peligrosísima conservacionista, claro. Pero los conservadores más estériles, anclados en su melancólico buenismo, ya van siendo otros.