egún sus promotores, la nueva ley vasca de Educación tratará de evitar la segregación escolar. Está mal que los chavales desfavorecidos, conflictivos, recién llegados, use el eufemismo que prefiera, se apelotonen en la red pública mientras que la concertada acoja sobre todo a los XTV (de aquí de toda la vida). Dicho grosso modo, claro, pues hay foráneos con uniforme y locales, los últimos de Filipinas, hasta en el gueto A. El paisanaje, tan dado al compromiso en abstracto, y en concreto si no afecta a su familia, difícilmente rechazará la medida. Parece justo el empeño en paliar la desigualdad. Todos contra el fuego.

Pero, ¿qué ocurre al aterrizar? Una de las fórmulas reparadoras consistirá en obligar a los centros a aceptar un porcentaje de ese alumnado al que llaman vulnerable. Si no hay trampa con los extras, esto tiene dos consecuencias. La primera, que el cambio puede influir en el rendimiento del aula y complicará el proyecto lingüístico. El progenitor concienciado estará dispuesto a pagar el precio, y el egoísta menos, pero solo el iluso negará la existencia de un precio. La segunda, que en los colegios e ikastolas de relumbrón quizás se deba quedar fuera Egoitz para hacer sitio a Ahmed. Ya verán cómo el vecindario aplaude la sustitución.

Al menos servirá para, por fin, asomarnos al abismo que separa el discurso público y su aplicación privada, la infinita distancia entre cualquier dron ideológico y el suelo que pisamos. O mejor: el que pisan los amadísimos hijos e hijas, la joya intocable de la corona. Con ellos, poca broma. Que una cosa es integrar y otra que mi niño aprenda menos.