ntre la primera y segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas de 2002 Jacques Chirac pasó de 5,6 millones a 25,5 millones de votos, de un 19,8% de los sufragios a un 82,2%. Paralelamente, Jean-Marie Le Pen ni siquiera subió un punto en el porcentaje y solo sumó 700.000 votos más. Impresionante. En 2017, el incremento de Emmanuel Macron entre ambas vueltas fue más moderado y la subida de Marine Le Pen bastante mayor que la de su padre: 12 puntos y 3 millones de votos. No sabemos lo que sucederá el próximo día 24 respecto al domingo pasado, pero parece evidente que, en mayor o menor medida, se intensificará la tendencia.

En 2002 todas las fuerzas políticas eliminadas en la primera vuelta llamaron a votar a Chirac a pesar de las certezas de corrupción que arrastraba. Pero es obvio que no hacía falta, que la ciudadanía lo tenía muy claro. Algo empezó a cambiar 15 años más tarde. Una muestra: los seguidores de Jean-Luc Mélenchon fueron llamados a consulta para fijar postura y solo el 35% votó por apoyar a Macron. Por si acaso -perdóneseme la ironía-, la opción de votar a Le Pen no estaba entre las opciones del referéndum interno. Para el próximo 24 de abril el dirigente de La France Insoumise ha pedido que no se opte por la candidata ultraderechista, pero nada más. En este recorrido de dos décadas, las llamadas a establecer un cordón sanitario en torno a Rassemblement National son cada vez más infructuosos, tal y como se demostró, por ejemplo, en Perpinyà en 2020.

Tras el acuerdo entre el PP y Vox en Castilla y LeónPP y Vox, son muchos los que han recurrido al ejemplo francés para implorar aquí comportamientos similares. No obstante, parece evidente que aquello está quedando algo desfasado. Lo mejor que podemos esperar de un cordón sanitario es que no sea necesario. Lo peor, sin embargo, es que este resulte inútil porque la gente lo desborda con su voto. Es en esta última cuestión donde algunos deberían centrar más su mirada y su preocupación.