l viejo y recurrente debate sobre la separación de la obra y la vida del artista ha aterrizado esta semana entre nosotros a cuenta del décimo aniversario de la muerte de Txillardegi y la propuesta que ha llevado EH Bildu a las Juntas Generales en busca del apoyo mayoritario para reconocer su aportación al euskera y a la cultura vasca con la concesión de la Placa de Oro. Como era de esperar, la propuesta ha naufragado sin lograr más apoyo que el de los propios proponentes. Desde que falleció, diversos colectivos que se mueven en el universo político del lingüista e intelectual donostiarra han vuelto a la carga en demanda de un reconocimiento institucional a la altura de su figura. Nadie discute sus méritos académicos, es decir, su obra. Pero su vida es otra cosa y si algún aspecto tiene peso en esta otra faceta es su trayectoria política, que no deja indiferente. La figura de Txillardegi genera mucha controversia. Nunca escondió sus afinidades, ni sus simpatías y, más allá de su protagonismo como fundador de ETA que le acompañará siempre, pese a que abandonó la organización antes de que emprendiera la vía militar, sus posicionamientos y compromisos políticos en aquellos años tan convulsos provocan cualquier cosa menos la unanimidad que el máximo galardón de Gipuzkoa aconseja. Tampoco es cierto que sea una persona ignorada, ya que Donostia le reconoció con la medalla al mérito ciudadano y la universidad también le ha dedicado un espacio en el campus de Donostia. Creo que insistir en esta petición solo irá en su desprestigio.
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