as 600.000 firmas que ha recogido el médico jubilado Carlos San Juan para exigir a las entidades financieras un cambio radical en sus procesos de digitalización, -que en un afán desmedido por reducir costes mediante la reducción de personal y el cierre de oficinas, ha provocado la exclusión de un importante colectivo de personas mayores que no puede acceder a las nuevas tecnologías- ha puesto nuevamente de relieve la gran incongruencia que significa que un servicio esencial público como es el bancario esté gestionado, paradójicamente, por unas entidades privadas que sólo miran y defienden sus propios intereses corporativos.

Esas 600.000 firmas que piden una intervención del Gobierno español y del Banco de España para que los bancos tengan en cuenta y consideración a sus clientes mayores de 65 años, -que están más habituados a una gestión presencial con mayor amplitud de horarios y una gestión telefónica más clara y cercana-, parece que no van a ser suficientes para tratar de solucionar el problema, ya que el plan presentado por las patronales bancarias para tratar de remediar la situación tiene carácter voluntario y está al albur de los intereses de cada entidad financiera.

Con esta coyuntura, mucho me temo que el promotor de la campaña Soy mayor, no idiota tendrá que seguir recabando más firmas con el fin de que el Banco de España, que es la entidad reguladora de las entidades financieras, actúe de manera decidida para evitar que la situación de marginación de las personas mayores de un sistema bancario basado en la digitalización se siga perpetuando.

Y la razón por la que el Gobierno español y el Banco de España deben actuar parte del hecho, ni más ni menos, de que el servicio que prestan las entidades financieras es esencial, porque frente al sistema que administran no existe ninguna otra alternativa distinta por la que los ciudadanos puedan realizar sus trámites financieros. A los ciudadanos no nos queda otro remedio que, desde un planteamiento básico, tener una cuenta corriente en un banco si queremos cobrar las pensiones y las nóminas, realizar los pagos de nuestros gastos, disponer de dinero en efectivo, y poder ahorrar un dinero.

Si estamos en una sociedad bancarizada y no existe otra alternativa que la de ser cliente de un banco, las entidades financieras tienen una gran responsabilidad para evitar la exclusión financiera no solo de las personas mayores, sino también de otros colectivos como trabajadores por cuenta propia que no tienen una nómina o ingreso único, aunque si ingresan cantidades recurrentes asimilables y que, por ello, no se pueden beneficiar de determinadas bonificaciones.

Y en este contexto, la manifestación del presidente de la Asociación Española de Banca (AEB), José María Roldán, de que la campaña Soy mayor, no idiota les había hecho ver la existencia de un problema "distinto al que teníamos identificado y más complejo", rezuma ciertas dosis de cinismo porque pone más en evidencia el modelo comercial de los bancos, -todavía más preocupante de aquellas entidades sucesoras de las antiguas cajas de ahorro, que han perdido identidad en clave social-, en donde el cliente ha dejado de ser el centro para convertirse en palanca de hacer negocio al coste que sea.

Sorprende la desfachatez del responsable de la patronal de la banca española al reconocer que no habían percibido la gravedad del problema existente, cuando no solo han incumplido el protocolo del año pasado, que trataba de instruir a las personas mayores en las nuevas tecnologías, sino que han sido ciegos ante una realidad que parece que no la querían ver, porque la transformación digital había que hacerla de la manera más rápida, intensa y unilateral posible. Todo un alarde de soberbia corporativa.

Los bancos en su obsesión por conseguir mayor rentabilidad y eficiencia productiva no han tenido en cuenta que, en términos generales, uno de cada tres clientes, no es digital, es decir, no ha operado en ningún canal tecnológico, según datos del propio sector. En ese 33,4% de clientes, el 53.1% son mayores de 64 años y el 35% son mujeres. En Euskadi, según un estudio del Eustat del pasado mes de mayo, el 58% de las personas mayores de 65 años, lo que significa el 13,07% del conjunto de la población vasca, no utiliza Internet. Esta es la realidad.

La movilización de las personas mayores contra la exclusión que están sufriendo por parte de los bancos tiene su origen en que las entidades financieras no han sabido o no han querido valorar el impacto que la transformación tecnológica está teniendo en los colectivos más vulnerables como los jubilados, precisamente, porque son clientes que aportan poca o ninguna rentabilidad.

Con una situación en la que los tipos de interés se hallan en niveles mínimos o negativos, la banca minorista ha dejado de ser rentable para los bancos porque los márgenes operativos son insuficientes, con lo que derivan al cliente a la digitalización donde es más rentable, al reducirse de manera importante los costes de infraestructura y personal, y puede permitirse, incluso, no cobrarle comisiones por determinadas operaciones.

Estoy persuadido de que está política de exclusión de colectivos no rentables, como lo estamos viendo, no se hubiera producido si las cajas de ahorro hubieran existido, ya que eran entidades de titularidad pública y gestión privada, que defendían un modelo centrado en valores humanistas y cohesión social, poniendo, incluso, instrumentos a favor de los más desfavorecidos. A día de hoy, parece que los bancos herederos de aquellas cajas de ahorro se han olvidado de aquellos valores, al seguir las mismas pautas de actuación que la banca comercial.

De esta forma se explica cómo el año pasado, mientras el Santander, BBVA, Caixabank y Sabadell, redujeron el número de sus empleados en un 11% y cerraron el 27% de la red de oficinas, en concreto, 2.925 sucursales, los beneficios de estas entidades, más Bankinter, alcanzaron la cifra récord de 19.866 millones de euros. Unos resultados que, con 600.000 firmas de personas mayores pidiendo más humanidad y cercanía en el trato, debería no solo haber sonrojado a los presidentes y directivos de esos bancos, sino haber provocado más que una disculpa.

La exclusión que sufren las personas mayores y otros colectivos a causa de la digitalización no solo es privativo de los bancos, sino también de la Administración pública, tanto estatal como vasca, a través de sus distintos organismos como, por ejemplo, la Seguridad Social, a la que hay que añadir la falta de personal, que está multiplicando por tres el tiempo que se tarda en resolver una jubilación, así como la Tesorería General de la Seguridad Social, donde no hay citas presenciales y todas las gestiones se hacen por Internet o teléfono. En Osakidetza, el problema con la digitalización y las personas mayores, son recurrentes, así como en Hacienda y otros organismos, donde sigue existiendo el sistema de cita previa para poder realizar una gestión. También las compañías eléctricas y de gas, así como las operadoras telefónicas forman parte de este modelo que se ha visto acelerado por las circunstancias derivadas de la pandemia, sin que parezca haya ninguna intención de modificar la situación.

La digitalización es un proceso inevitable y positivo porque agiliza procesos y reduce costes, pero debe acometerse a dos velocidades para no dejar atrás a nadie. Una responsabilidad que debe comenzar por la Administración pública, los bancos, -a los que parece no les causa ningún problema seguir con su mala reputación pública, como consecuencia de sus abusos y las consecuencias de la crisis-, y el resto de compañías que tienen a las personas, sobre todo mayores, como clientes. De momento, parece que no hay otra salida que la movilización y la recogida de firmas. Es el único lenguaje que parece que entienden.

La digitalización es inevitable y positiva porque agiliza procesos y reduce costes, pero debe acometerse a dos velocidades para no dejar atrás a nadie