ste año voy a ir a hacer las compras navideñas por segunda vez con mi hija de diez años, cómplice en estas fiestas de una de las mayores ilusiones que recuerdo, no solo ya como niño, sino como joven, adulto y semiviejo ya. Es el segundo para ella a este lado de la barrera y probablemente el último para su hermano al otro lado, el de la inocencia. El otro día se sentó a escribir la carta a Olentzero con un empeño y una ilusión que no pude resistirme a grabarlo con mi móvil, cual cazador furtivo, a escondidas. Tiene ocho años recién cumplidos y dudamos que pueda aguantar un año más, así que estas fiestas son aún si cabe más especiales en nuestra casa, a donde también vendrán los Reyes Magos. Mantener esa ilusión, mientras este mundo acelerado lo permite, ha sido una de las mayores encomiendas como padres. A punto de devorar otro año más, se acerca peligrosamente la etapa en la que comenzarán a reclamar su propio smartphone, herramienta indispensable a la que hemos sucumbido todos. Y luego ya supongo que todo se precipita, más rápido cada vez. Con el mundo en rompan filas y gran parte de nuestra sociedad desquiciada, de momento yo me conformo con sentir cerca a los míos en estos días y disfrutar de la gran fortuna que tenemos de vivir tan bien.