epasemos la cuestión: los responsables de comunicación de doce partidos del Congreso español -los que gobiernan y quienes los apoyan- emitieron la semana pasada un comunicado denunciando el comportamiento de algunas personas acreditadas en la sala de prensa de la institución, e instando a su vez a que se tomen medidas para restablecer el buen funcionamiento de las ruedas de prensa. Conociendo lo impresentables que son los aludidos -aunque no citados expresamente- en el texto, parecería de cajón aplaudir la petición y sumarse a ella. Permítame el lector, sin embargo, aclararle que no lo tengo tan claro.

Es uno consciente de que manifestando dudas al respecto se mete en un importante berenjenal, máxime teniendo en cuenta que quienes han criticado la citada iniciativa representan a la derecha carpetovetónica en sus vertientes mediática y política. Pero no pretendo asomar aquí los jueves realizando meras faenas de aliño. De la misma manera que en su día fui a contracorriente recelando de las exigencias de prohibir la circulación de aquel repugnante autobús de los ultras de Hazte Oír, debo manifestar ahora que, expresada como está en el comunicado, la petición resulta cuando menos discutible.

Tienen razón los firmantes en su lamento por la tensión que genera el facherío mediático; tienen también motivos para el enfado y aciertan cuando describen como careos ideológicos los que en realidad deben ser solo turnos de preguntas a los portavoces parlamentarios. Pero tengo para mí que, tal vez, la vía elegida para tratar de atajar ese ambiente tóxico no ha sido la más acertada desde muchos puntos de vista que abarcan desde la (muchas veces incómoda) libertad de expresión hasta la eficacia. Envidio a quienes tienen siempre las cosas muy claras ante polémicas como esta, pero, sinceramente, se me hace muy difícil ocultar mis dudas. Dudas que prefiero manifestar, aunque me encuentre muy solo con ellas.