emos vuelto a comprobar que ni el periodo estival de desconexión permite bajar la guardia ante esta pandemia. Y cada vez parece más aconsejable proponer que en todo lo relativo a la gestión de la pandemia se actúe bajo la premisa de la humildad. Entre algunos dirigentes políticos y muchos observadores y comentaristas de la actualidad se atisba el recurso a la estrategia de atribuirse una suerte de lucidez retrospectiva -esa especie de prestigioso fraude intelectual que el escrito Muñoz Molina define como “profetizar el pasado”-.

Quienes tenemos el privilegio y el honor de poder participar de palabra o por escrito en el debate público deberíamos no olvidar esa doble premisa de actuación: humildad y responsabilidad. Si desatendemos estos valores y nos dejamos llevar por el narcisismo mediático incurriremos en el error de hacer daño enturbiando la atmósfera social -ya de por sí muy cargada de tensión- con exageraciones e hipérboles. Si me permiten, terminaría esta reflexión inicial con una sugerencia: no debe confundirse el pesimismo extremo o el catastrofismo con la lucidez. Muchas veces ese recurso encubre en realidad, junto a un afán de notoriedad, una actitud tan estéril como la que representa el desdén y la displicencia -esa posición intelectual tan de moda y cada vez más cultivada en ciertos medios-.

Y si ascendemos hacia quienes se encargan desde la política de contribuir a la gestión de la res publica cabría afirmar que las cosas hubieran ido mejor si desde el principio nuestros gobernantes hubieran admitido, con humildad, que no solo se trata de una situación enormemente compleja y nueva (eso sí se ha admitido), sino que, además, no se sabía cómo gestionarla -eso lo hubiera entendido y aceptado todo el mundo-.

Con la experiencia acumulada tras ya tantos meses pandémicos y con el fin de tratar de comprender la dimensión del reto que supone la gestión en este contexto resulta imprescindible explicitar los tres planos que centran la labor de los respectivos gobiernos, entre ellos el vasco o el navarro: en un primer plano está la pandemia en sí misma, con el enorme sobreesfuerzo de trabajo y de presupuesto extraordinario que supone para todas las instituciones ante el catártico vuelco que ha experimentado la vida y el bienestar de la ciudadanía, con afecciones directas muy graves para una parte de nuestra sociedad.

Otro plano tiene que ver con la gestión política del gobierno: hay que trabajar frente al riesgo de la desindustrialización, hay que promover el desarrollo de la cultura, las infraestructuras, la educación, la sanidad, entre otros sectores que en este contexto y en estas condiciones pandémicas han de atenderse de forma reforzada en todos los planos.

El tercer plano tiene que ver con lo estratégico, con los retos de futuro. Vivimos un momento histórico caracterizado por la necesidad urgente de hacer frente a cuestiones de gran enjundia.

Si actuamos bien cabe pensar con objetividad que tras el nubarrón anímico y emocional fruto del duro contexto que nos ha tocado vivir se acercan tiempos de esperanza: comenzamos a ver la pandemia desde el retrovisor social; sigue ahí, es cierto, pero vamos logrando dejar atrás sus trágicos y devastadores efectos en términos de vidas humanas y de afección a nuestra salud.

Sin poder todavía hablar en pasado -no hay que bajar la guardia-, debemos de reconocer las limitaciones de nuestra capacidad de predicción en contextos de elevada complejidad, volatilidad y aceleración y, con humildad no impostada, aprender de los errores: una crisis de esta magnitud nos conduce a hacernos más preguntas que nunca y a promover la prudencia y la ponderación en nuestros análisis.