La cumbre del G-7 que hoy arranca en Biarritz es un ejemplo perfecto de despotismo ilustrado: todo por el pueblo pero sin el pueblo. Los siete mandatarios ya están buscando barandilla para hacerse un Jack Dawson gritando al viento aquello de “Soy el rey del mundo”, aunque ya tememos cómo acabará la película en un encuentro que tiene tanto de desencuentro. Para montarse su fiesta privada han sacado a la gente de la calle, los coches de los parkings, han cerrado bancos, han cerrado comercios, desde días antes han cortado la circulación del Topo de Irun a Hendaia -la yugular de la Eurociudad vasca-, lo han militarizado todo y para evitar colapsos por los controles policiales en la AP-8 en plena Operación Retorno, recomiendan que la gente dé un pequeño rodeo de 1.200 kilómetros por La Junquera o circulen por una sinuosa carretera con tres puertos de montaña y un solo carril por sentido. En pleno agosto han convertido una ciudad turística como Biarritz y alrededores en una ciudad fantasma. Uno ingenuamente pensaba que la seguridad consistía en compatibilizar la cumbre con el día a día del lugar que la acoge, pero queda claro que no estaba en sus pretensiones. La receta ante su llegada ha sido un marcial ¡Desalojen! Nadie, hasta ahora, había hecho tanto contra el G-7 como el propio G-7.