Avanzamos ya en este año 2019 con múltiples incertidumbres. Sin salir de España, la cuestión territorial con Catalunya en primer, pero no único lugar; el nuevo gobierno en Andalucía; elecciones autonómicas y municipales aquí y allá; trascendentales elecciones al parlamento europeo con una derecha extrema de malos recuerdos al alza y, todo ello, con un gobierno muy en minoría en Madrid y la irrupción de Vox en el panorama político español.

Es cierto que la historia nunca se repite plenamente, pues las circunstancias cambian. La acertada expresión de Ortega y Gasset de “yo soy yo y mi circunstancia”, vale también para las realidades sociales. Sobre todo, si realizamos sociología comparativa. Así, hay debates que, cual Guadiana, reaparecen con tintes novedosos y, claro está, con protagonistas diferentes pero que, mirando con detenimiento, reproducen querellas que atraviesan décadas y siglos. Es lo que, de forma inusitada, presenciamos en la actualidad en el universo social, cultural y político de la España de nuestros días, en varios aspectos. Por hacerlo corto y breve hoy me centraré en dos cuestiones. Por un lado, lo que denomino, el debate soterrado entre la eclesiofobia reinante y la emergencia de un neocatolicismo de vieja escuela. En segundo lugar, apuntaré a la aporía de pretender resolver la cuestión territorial en la España de 2019, en base al concepto de soberanía. Es lo que nos depara el próximo juicio a los presos políticos catalanes a los que, parodiando a García Márquez, vamos a vivir en una (larguísima) crónica de una condena anunciada.

La emergencia social de un viejo catolicismo que creíamos, ilusamente, fenecido, en Vox y aledaños, y que se enfrenta, envalentonándose, a una eclesiofobia que, ésta, lleva décadas bien despierta y, entre burlona y belicosa, campando en cierta izquierda caviar (la gauche caviar que se decía en torno al mayo francés de 1968). Esta última, vive y se agita, bajo el manto del laicismo excluyente de lo religioso, de mala copia francesa, y desea encerrar a los cristianos en sus templos y sacristías, así como limpiar la vida y los edificios públicos de toda referencia religiosa. Estas dos polaridades, el del neocatolicismo añorante del estado de cristiandad, ya felizmente en sus estertores, y el fundamentalismo laicista, en esquemas de finales del siglo XIX, desgraciadamente rampante (también en Euskadi), se retroalimentan reforzándose, bajo el esquema de “yo” o el “otro”, mientras la pluralidad respetuosa se difumina, aminora, en una timorata, aunque imprescindible, defensa del “yo” y el “otro”, postura que es objeto de mofa y escarnio por los mentores del neocon católico y del laicismo excluyente, como se puede constatar en la lectura de los medios, en nada marginales, que les sostienen sin vergüenza, sin rigor y decoro alguno. Desconocen el término y la práctica de la “ecuanimidad”.

Por otra parte, iniciamos 2019, con los peores augurios, en el contencioso territorial, estos tiempos focalizado en Catalunya, pero no se olvide esa parte importante de la sociedad vasca, manifiestamente descontenta con la situación política, y con la de los presos, particularmente con la de los presos gravemente enfermos (problema que también se vive en otras partes, como en Valencia y que ahora parece preocupar a políticos vascos de los que antaño enarbolaban aquello de “que se pudran en la cárcel”).

Hace años, un significado político vasco, socialista, con fuerte presencia en Madrid, de cuyo ejecutivo llegó a formar parte, escribió que “en el siglo XXI las soberanías o son compartidas o son peligrosas”. Otro político, este del PP, y que también se sentó en la mesa del Consejo de Ministros, propuso la solución de la soberanía compartida para solventar el lacerante quiste del Peñón de Gibraltar. El lehendakari Urkullu en el Pleno de Política General en el Parlamento Vasco del 25 de septiembre de 2014, reiteró su apuesta por la soberanía compartida en clave de bilateralidad Estado-Euskadi, trasladando a lo político el esquema del Concierto económico vasco. “Soberanía compartida desde la libertad de pacto y para evitar el incumplimiento unilateral de los pactos alcanzados”.

Esta idea de las soberanías compartidas la vengo sosteniendo desde mis años de estudiante en Lovaina, idea recibida de uno de mis profesores en Lovaina que más huella me ha dejado: Paul M. G. Levy. En su juventud luchó contra el “rexismo”, (viene de Christus Rex), catolicismo integralista, fascista y, bajo el liderazgo del tristemente célebre León Degrelle, se asoció al nazismo en Bélgica. Paul M. G. Levy nos decía (¡qué clases aquellas, sin tantas chorradas, pretendidamente pedagógicas, como muchas ahora, cuando el profesor tenía algo propio que decir) que, en una situación socio política en grave conflicto, la pretensión de poseer toda la verdad era criminógena, y que debemos superarla en el respeto a las diferencias. Había que solventar los inevitables conflictos, sostenía, mediante la deliberación continuada. Lo que exigirá cesiones. Por parte de todos. Es cuestión de prioridades. Y en una sociedad rica, más aún, opulenta como la nuestra, la primacía debe ir a la convivencia en el respeto y aplicación de los Derechos Humanos. Pero eso es imposible, radicalmente imposible, si en un conflicto territorial, como el catalán, como el español, como el vasco, defendemos el principio de la soberanía absoluta. En estos temas, además, nadie está en posesión de la verdad absoluta. Absolutamente nadie, y de alguna de sus lecturas recomendadas por Paul M. G. Levy, aun retengo la del hoy olvidado Gastón Bouthoul, en su pionero Tratado de Polemología. Por eso sostengo que el concepto de soberanía debe ser enviado al baúl de las cosas, no solamente inútiles, sino polemógenas. Nos va en ello nuestro futuro en paz.

En la era de la mundialización vengo sosteniendo, insistentemente, que los conceptos de independencia y de soberanía (particularmente el concepto de soberanía absoluta) amen de irreales, pues todos somos interdependientes, están no solamente obsoletos, pese a que grupos extremistas se reclaman de ellos, incluso con violencia, sino también criminógenos o polemógenos. España, el Estado Español, de facto y de iure, ya ha aceptado trasferir parte de su soberanía a la Unión Europea y, de iure, aunque no de facto, también a las Comunidades Autónomas. Aunque parece que, tras 39 años, se va a cumplir casi todo el Estatuto Vasco. Y será, si lo es, por un plato de lentejas, por cierto, aunque ahí están Ciudadanos y Vox que, con sumo gusto, nos las quitarían y al PP, ¡bueno! al PP tampoco le hace mucha gracia, dejémoslo así. Personalmente llevo años propugnando substituir los conceptos de independencia y soberanía, y con ellos el Estado Nación, por los de subsidiariedad, competencias y responsabilidades solidariamente compartidas. Además, a poco que pensemos, nos separan de esa situación más las palabras que las realidades.javierelzo@telefonica.net