Europa es la escala adecuada para afrontar muchos de los principales problemas y desafíos de la actualidad. Cuando nos unimos en algo, los europeos nos volvemos influyentes y poderosos. Lo malo es que esto sucede solo a veces. Y las otras potencias mundiales lo saben. La visión que tienen de Europa en Washington, Pekín o Moscú es ambivalente. Por un lado, desprecian nuestra debilidad actual, pero a la vez temen nuestro potencial, que ya hemos demostrado en alguna ocasión.

Pero es muy difícil, casi imposible, lograr una mayor unión en los grandes temas mientras esas decisiones deban ser tomadas por los gobiernos de los estados. Necesitamos un mayor poder de decisión comunitario, para ser más ágiles y más eficaces. Esto no es posible si quienes deciden son veintiocho gobiernos, cada uno con intereses distintos y, en ocasiones, contrapuestos. Hay algunas perspectivas de cambio, pero aún es pronto para calibrar el alcance de estos avances.

Rusia lleva tiempo aprovechando la debilidad de la Unión. Hace unos años invadió Georgia para paralizar la construcción de un gasoducto que amenazaba su monopolio estratégico de la energía en Asia Central.

Casi se burló de la incapacidad de Occidente para acudir a defender al gobierno georgiano, que había enviado tropas a la región separatista de Osetia del Sur en 2008.

Cuando Rusia invadió Crimea y alentó la guerra civil en el este de Ucrania, en buena medida para evitar el acercamiento de este país a la Unión Europea (UE), Bruselas actuó con más determinación y unidad. Pero es una unidad muy difícil y costosa. El gobierno norteamericano lideró un programa de sanciones contra Rusia al que se sumó Europa. Pero no sin tensiones internas. Todos los países europeos criticaron duramente el papel de Rusia, pero acordar el régimen de sanciones no fue fácil, porque los intereses son muy diversos. Algunos países, los que se sentían más amenazados por la política rusa, tenían a la vez mayores lazos comerciales con Rusia. Otros países, más al sur, vieron cómo sus exportaciones se veían afectadas por un conflicto que se producía mucho más al norte. A pesar de todo, Europa ha actuado unida y mantiene las sanciones.

Pero aquí surge una cuestión importante. Alemania ha tratado en todo momento de mantener una línea de diálogo con Moscú. No por tibieza, pues considera inadmisible la posición rusa, sino por una mirada geopolítica más amplia. Europa y Rusia son vecinos y tienen economías muy complementarias. Si estas dos potencias se aliasen, el centro de gravedad atlántico podría verse afectado. Esta posibilidad inspira temor en los Estados Unidos y llevan tiempo haciendo todo lo posible para evitar un acercamiento entre la UE y Rusia. Cuando Estados Unidos comenzó a imponer sanciones y arrastró a sus socios europeos, no sólo estaba reaccionando a la crisis de Ucrania, también estaba dañando la economía europea y envenenando sus relaciones con Rusia.

No es casualidad que Trump haya atacado siempre tan duramente a la UE, apoyando a todo el que se oponga a Bruselas. Fue particularmente escandaloso el apoyo abierto al Brexit, animando a votar la salida de la UE prometiendo a los británicos un acuerdo comercial con Estados Unidos muy ventajoso. El último episodio ha sido la imposición unilateral de aranceles contra el acero y el aluminio que Europa exporta a Estados Unidos.

Es cierto que primero anunció aranceles a todos los países del mundo, luego se centró en China, luego en Europa, a continuación concedió una prórroga a Europa? Aunque parezca errático en sus decisiones, Trump no es estúpido, tiene una estrategia y sus acciones responden a una lógica. La cuestión es que esa lógica es equivocada y causará tanto daño a Estados Unidos como al resto de potencias, incluida la UE. Trump consiguió canalizar el voto de la América a la que le va mal con la globalización. Por eso intenta renegociar los términos de la posición norteamericana en el mundo. Si bien ha conseguido algunas concesiones por parte de Corea del Sur y de otros países, esta estrategia tiene unos límites, porque hoy en día es casi imposible discriminar un producto en base a su nacionalidad, ya que la inmensa mayoría tienen componentes de diversas partes del mundo. Además, levantar aranceles para frenar las importaciones de otros países conducirá inevitablemente a que esos países hagan lo mismo con otros productos, consiguiendo que se vean afectados sectores que nada tienen que ver con el acero o el aluminio. Clinton ya intentó una guerra comercial contra Europa hace casi dos décadas y tuvo que frenarla porque afectaba tanto a su economía como a la comunitaria.

Las autoridades europeas han dejado claro que no desean una guerra comercial, pero que si Estados Unidos sigue adelante, Europa no se arredrará.

Pero, en un intento por evitar el enfrentamiento abierto, ha ofrecido negociar las condiciones en algunos sectores concretos, dejando claro, eso sí, que no negociará con la presión del plazo impuesto por Trump.

Lo que preocupa a los europeos es que Trump ofrezca al gobierno británico un acuerdo diferente, con mejores condiciones, lo que podría quebrar la unidad europea. Por un lado, Theresa May podría verse tentada, sobre todo en un momento en el que se está yendo de la UE.

Pero también es cierto que, de momento, el Reino Unido es parte de la UE y tiene la obligación legal y política de negociar con una sola voz los aspectos comerciales. Además sabe que esa deslealtad, de producirse, le acarrearía graves consecuencias en la negociación de las condiciones de salida de la Unión, donde tiene una posición muy débil.

Esta maniobra de dividir para vencer también la está empleando China desde hace unos años. El Gobierno de Pekín, si bien aprecia el papel más moderado y conciliador de Europa, y valora positivamente a Europa como un actor relevante en un mundo multipolar, no por ello trata de evitar que se unifique políticamente, por los mismos motivos que Estados Unidos o Rusia.

China, que ha estado muchas décadas centrada prioritariamente en cuestiones internas, lleva un tiempo proyectando su influencia dentro de una estrategia global. Primero fueron ciertas áreas de Asia, luego realizó fuertes inversiones en África, después se acercó a Latinoamérica y recientemente ha desembarcado en Europa oriental. En noviembre de 2017 se celebró en Budapest la sexta cumbre China-Europa del Este. Participaron once países miembros de la UE, todos los orientales, además de cinco países de los Balcanes y la propia China, que anunció importantes inversiones en infraestructuras, destacando la construcción de una línea ferroviaria de alta velocidad entre Budapest y Belgrado. También se habló de un acercamiento político y de mejorar las comunicaciones que permitan a la renovada Ruta de la seda que impulsa China llegar hasta Europa. Todo esto se ve con enorme recelo por las autoridades de Bruselas y los gobiernos de Europa occidental, que ven cómo China va ganando apoyos políticos dentro de la UE, y que ello puede suponer en el futuro debilitar posiciones comunes en lo que tenga que ver con Asia.

A la luz de todo esto, parece que ha llegado el momento de que los europeos nos tomemos en serio a nosotros mismos y nos unamos más políticamente. Necesitamos hacer lo que temen las otras potencias mundiales: unirnos y ser capaces de tomar decisiones con una sola voz.

Nos irá mucho mejor y ganaremos influencia en las grandes decisiones que, de no ser así, otros tomarán por nosotros.