Profunda tristeza. Este es, sobre todos, el sentimiento que me asalta tras los acontecimientos de Barcelona. Decir, como lo hace toda la clase política e institucional, que se trata de unos terroristas y unos asesinos es una obviedad que, como las metáforas en retórica, hace tiempo que perdió su significado en virtud (¿?) de su repetición.

De lo que se trata es de que los responsables de este pobre mundo se pongan a trabajar de verdad por resolver el problema, si es que tienen sincera voluntad de hacerlo, lo cual no está nada claro.

Por un lado, un colectivo de fanáticos violentos (¿armado y financiado por quién?) está empeñado en aterrorizar a Occidente a sangre y fuego y, por otro, se ve con claridad un gran esfuerzo (de nuevo, ¿quién lo paga?) por islamizar Occidente, o al menos introducir en sus estructuras sociales pautas culturales que, unidas a un crecimiento demográfico muy superior al occidental, causen a medio-largo plazo una auténtica transformación en nuestra sociedad. Frente a esto, algunos Estados empiezan, con todo derecho, a poner en valor sus rasgos identitarios e intentar limitar la influencia de culturas foráneas.

Ahora bien, en lo tocante a las acciones armadas perpetradas por las formaciones islámicas extremistas, no me sustraigo a la sospecha de que estamos sometidos a una presión mediática marcadamente maniquea donde el “nosotros-ellos” prescinde de otras consideraciones más objetivas. El intelectual palestino-americano Edward Said critica magistralmente en su libro Orientalismo este aspecto de cómo Occidente ve a Oriente (Medio) y las graves distorsiones que esta visión creó y sigue creando.

¿Podrá algún político, militar o responsable institucional en Europa, Estados Unidos, Canadá, Australia, Israel, etc., poner a Dios por testigo de que Occidente tiene las manos limpias de sangre musulmana inocente? ¿Nos hemos olvidado ya de las atrocidades cometidas sobre las poblaciones civiles en Irak y Afganistán por la Unión Soviética, Estados Unidos y la mal llamada “coalición internacional”?

Qué decir del miserable reparto entre Francia y el Reino Unido de vastos territorios de Oriente Medio en aras de sus propios intereses comerciales y estratégicos sin pensar un segundo en las poblaciones locales, dibujando a su antojo fronteras contra natura.

Qué decir de la traición británica a los árabes palestinos tras prometerles a ellos y a los judíos el mismo territorio. Qué decir de la complicidad norteamericana por acción y la europea por omisión con la mil veces condenable actuación de Israel en los territorios palestinos ilegalmente ocupados.

No me quedo atrás en la condena de atentados jihadistas indiscriminados contra población inocente. Ahora bien, si se quiere de verdad llegar a la paz (lo cual está pero que muy por ver, por todos lados) hay que ser conscientes de que el paso previo es la justicia, sin la cual no hay paz que merezca ese nombre. A los enfermos de adicción se les recuerda que no podrán curarse si no asumen primero su enfermedad. Occidente tiene mucho camino por recorrer en esa dirección.