¿Por qué discutir sobre lo importante si podemos hablar de lo anecdótico? Esta es la tendencia actual, la tiranía de la superficialidad, promovida por la cúpula de nuestro modelo de sociedad y amenizada a través de las redes sociales por una parte de los medios de comunicación. Una moda de pensar en pequeño, por no saber vivir con criterio propio. El clásico pensamiento único. Rancho igual para todos. La falta de método, el caos conceptual, que confunde lo esencial con lo secundario, es lo que lleva al ciudadano a la distracción, al debate menor y a la consiguiente frustración sobre sus verdaderos y categóricos problemas. Nadie lo ha impuesto, pero el sistema -el estándar de poder que se resiste a cambiar para no perder sus privilegios y quedar en evidencia ante sus falsedades- se ha extendido y constituye una cultura social que se cree poseedora de un gran potencial de juicio, cuando en realidad es un pensamiento en miniatura, casi siempre falaz y de respuesta tan rápida como inservible.
Para que esta cultura laxante y breve -la cultura de la anécdota- sea posible se necesita suscitar entre las personas la práctica de la pereza intelectual y cultivar el menor esfuerzo mental para la obtención de opiniones llanas. Cuando esperábamos que el conocimiento y el discernimiento analítico se generalizara, está imponiéndose un repliegue del interés por saber más allá de lo elemental. Y lo que es peor: esta cultura anecdótica se ha vuelto muy locuaz y atrevida, por lo que se anima con todo. Nunca como hoy hubo en nuestra sociedad tanto uso del tópico, tanto pensamiento-eslogan.
De la sociedad sometida por la anécdota a la política de la simpleza no hay distancia. Lo de menos, aun siendo grave, es la pobreza verbal y el espectáculo de enfrentamiento superficial que manifiesta a diario la clase política. Lo imperdonable es que los dirigentes, haciendo dejación de su responsabilidad y olvidando su mandato de promover la autonomía de criterio y el sentido crítico de la ciudadanía, nos proponen análisis cerrados y estrechos y la liquidación del progreso y el poder individual. Las instituciones nos han traicionado y la mayoría ciudadana, de la que surgen aquellas, acepta no querer ser más de lo que es. Todos satisfechos y felices.
Además de favorecer la primacía de la anécdota frente a lo fundamental, nuestro modelo de valores elevó su tono al pedir duras sanciones para los autores de los mensajes estúpidos que celebraban la muerte de Fandiño. “¡Que enciendan la hoguera!”, clamaron los tribunos contra los herejes. Es decir, que la culpabilidad se desvió hacia las escasas y mostrencas palabras de algunos mensajeros. ¿Pero no son las corridas las que han producido en lo poco tiempo tres muertes de toreros, la última en México? ¿Cuántas más vidas humanas, además del horror de la tortura animal, se necesitan para que Euskadi y España acepten enfrentarse a este drama y sus miserias? “Toros sí o toros no, ese no es el debate”, dijo alguien ante las cámaras de ETB, tan campante. ¿Cómo que no? Si excluimos tratar la raíz de la enfermedad cuando su horror es más evidente y actual, ¿hablamos solo de sus síntomas? He ahí la ceremonia de la nueva religión del chascarrillo informativo.
España no entiende a Catalunya porque es incapaz de discurrir más allá de lo simple, le supera lo complejo. Toda la reducción de la realidad tiende hacia un diagnóstico no solo erróneo, sino malvado. Los catalanes no se han vuelto locos. Esto se arregla con dinero, dicen los memos. Otros, con menos seso aún, apuntan que es una aventura de políticos al margen de la ciudadanía. ¿No se les ha ocurrido pensar qué les ha llevado a pedir su salida del Estado y diseñar un futuro propio? La forma tan elemental con que se observa el proceso catalán resume la pobreza de los partidos y la necedad de los medios, que pugnan por avivar las llamas de un problema que merecería un alto nivel intelectual y cierta decencia moral; primero para definirlo bien y, después, para tratar de resolverlo.
La clase dirigente y los intelectuales son en esto más simples que los ciudadanos desinformados. Espanta leer y escuchar lo anecdótico de sus juicios. El profesor de Derecho Constitucional de la UPV, Javier Tajadura, decía hace poco que “no se puede hacer una reforma federal o confederal con reconocimiento del derecho de autodeterminación”. Y añadía que no existe ninguna Constitución europea que recoja ese derecho, de manera que otorgaba categoría -quizá mágica- a lo no existente como argumento y valor jurídico. Tampoco existía el derecho al voto para las mujeres, ni el divorcio, ni el de propiedad, ni la potestad individual que amenazase la arbitrariedad del tirano. Y se alcanzaron. Las armas y la violencia eran la razón. ¿También ahora se van usar contra los catalanes sediciosos? Si no disponemos del poder de autodeterminarnos, va siendo hora de que se formule. Y la virtud catalana estriba en eso, en su creativa y valiente ruptura, casi heroica, de los límites legales, por insuficientes y caducos, para que, dentro de los debidos cauces participativos, pueda ser posible. Lo más difícil no es cambiar el paradigma unitario del Estado; es aceptar su extrema dificultad. Uf, España tiene pereza, porque hay que pensar y luego trabajar. Mejor hacer rudos chistes de catalanes.