Tal vez ya no esté de moda leer, tampoco escribir. Y esto, aunque el metro o el autobús de las mañanas nos pueden llevar aún a pensar lo contrario cuando vemos a la gente ensimismada en sus pantallas de e-books y móviles. Lo que en realidad se va imponiendo cada día más es la cultura de los 140 caracteres consecuencia lógica de la sociedad rápida, esloganizada y minimalista que vivimos. Pero también reflejo y consecuencia de la reducción del pensamiento crítico que el sistema dominante tiene como evidente objetivo para hacer más absoluta su prevalencia.
Cierto es que en estos últimos años se ha desarrollado, se puede decir así, un arte del reduccionismo y hay que reconocer que a veces en 140 caracteres se condensan verdades o ácidas críticas y afiladas razones. Hay personas que han desarrollado una alta capacidad para transmitir mucho con pocas palabras. Pero, la otra verdad es que cada día vivimos más en base a los mensajes condensados y reaccionamos, para bien y para mal, en función de los mismos. Incluso las clases políticas, las tradicionales y las modernas, se pliegan a esta nueva realidad y usan el tuit de forma continua para trasladarnos declaraciones, imágenes e ideas simples o, directamente, para la manipulación informativa y el adoctrinamiento ideológico. Exponente máximo de esto último y de la cultura del reduccionismo es el actual presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, quien prefiere este medio antes que exponerse ante periodistas y reconoce abiertamente que no le gusta leer. Aunque aún no sabemos si es porque ha desarrollado esa alta capacidad de comunicación a través de pocas palabras o porque realmente no tiene nada inteligente que transmitir.
Sin embargo, en estas nuestras sociedades altamente tecnologizadas, el mundo de las redes sociales y esa especie de nanomensaje que encierran las pocas palabras de los 140 caracteres no lo explican todo. Hay realidades que necesitan más espacio para hacerse explícitas, para activar nuestras emociones y razones. Para entenderlas y explicárnoslas para, a veces, combatirlas, a veces, aplaudirlas.
Porque, de alguna forma, a través de las palabras de un sms o un tuit vamos homogenizando el pensamiento y el sentimiento. Vamos interiorizando sin alterarnos mucho que las guerras se llevan miles y miles de vidas pero que se explican en esas escasas palabras; que las personas desplazadas y migrantes forzosas se cuentan por millones y que, a pesar de su invisibilidad, todas son peligrosas para nuestro modelo de vida. Asumimos, sin pensarlo demasiado y como algo inevitable, que las crisis económicas traen recortes de derechos y hacen crecer brutalmente la brecha de la desigualdad. Asistimos, con distancia, al cambio climático y a sus consecuencias directas traducidas en nuevas catástrofes y que todo ello traerá más empobrecimiento y explotación, pero creemos verlo desde la distancia segura de la pantalla de nuestro móvil. Incluso podemos seguir sumando, mediante mensajes cortos, las decenas, cientos o miles de mujeres que son asesinadas en el mundo por la cultura patriarcal y machista y lo salvamos con un también reducido minuto de silencio. Firmamos electrónicamente peticiones contra la pena de muerte en Djibuti y luego otra para salvar al gato montés en la sierra de Cazorla sin saber qué ocurre en uno y otro lugar o dónde se ubican. En suma, recibimos flashes de realidad pero, sin entender y dimensionar esa misma realidad. O quizás, como afirma C. Rendueles, nos hemos acostumbrado a que el capitalismo discurra a través de violentas contradicciones económicas y políticas y, habría que añadir, también sociales y culturales. Y para asumir mejor esas contradicciones los tuits nos ayudan, con su reducción ante la complejidad de éstas, a no pensar, a no reflexionar demasiado y pasar rápidamente la página de la vida.
En este panorama, a veces desolador, a veces inexplicable, con sus grandezas y sus miserias, el sistema dominante si algo busca es precisamente eso último, que no nos paremos a razonar, a buscar causas, no sea que encontremos a los responsables que precisamente manejan los hilos del sistema. Que igual que nos acostumbraron a consumir huracanes, guerras y otras calamidades en la pantalla del televisor mientras comemos y sin alterarnos en demasía, hoy a eso le sumemos, en la pantalla del móvil, corrupción, recortes de derechos y programas de austeridad, migraciones o atentados de todo tipo, recogido todo ello en 140 caracteres, y sigamos sin pararnos demasiado a pensar en por qué ocurre y quiénes son los responsables. Para que todo eso no nos afecte, el sistema nos dice a diario que nos pongamos de perfil, que corramos y dejemos pasar el tiempo para la reflexión basada en el razonamiento y el análisis de todos los elementos que concurren ante una de estas realidades. De aquí que, aunque conozcamos, hacemos como que no sabemos; que, aunque miramos, hagamos por no ver. Que asumamos más fácilmente los 140 caracteres que los ocho mil de este escrito o de cualquier otro más largo aún.
Como en los tiempos de la edad media europea, saber hoy sigue siendo peligroso para el sistema. Entonces se quemaron herejes y brujas, muchas de quienes en realidad atesoraban una sabiduría diferente, profunda, peligrosa para el sistema dominante. El saber hoy activa la reflexión, la inconformidad y, quizás, la protesta y las ganas de cambiar el sistema por otro más justo para las grandes mayorías. Por eso ya no queman en la hoguera, pero sí nos corderizan para balar al mismo tiempo y de forma breve, sin estridencias.
Porque, es otro ejemplo, a base de tuits nos convencen de que Venezuela es una de las peores tiranías del planeta, donde se violan diariamente los derechos humanos. Sin embargo, ninguno de esos tuits explica lo que realmente ocurre en ese país. Tampoco cuestionan al mismo nivel de crítica el hecho de que Colombia sea una democracia, aunque en 2016 hubo 52 asesinatos (algunos informes hablan de 70) de defensores sociales y que en los primeros cuatro meses de este año la cifra alcanzara ya los 41. Tampoco los mensajes rápidos que nos bombardean criminalizando a Venezuela y convenciéndonos de que todos los días hay muertos en las protestas (aunque hasta hoy, de los 70 contabilizados la mayor parte cae del lado bolivariano y no del opositor), hacen lo mismo con México, otra democracia incuestionada por el sistema aunque solo en 2016 las muertes violentas alcanzaran la cifra de 23.000 y desde el año 2006 se contabilicen unos 30.000 desaparecidos y casi 200.000 asesinatos; solo superada por Siria en términos de muertes violentas.
Un reciente estudio de la Universidad de Yale, que no se puede ni se quiere transmitir en 140 caracteres, señala que leer libros mejora las habilidades sociales, el sueño, reduce el estrés, frena el deterioro cognitivo y nos hace más inteligentes. Habría que añadir a estas peligrosas conclusiones que, además, leer ayuda a reflexionar, a cuestionar el sistema y a generar alternativas al mismo. Así, el hecho de la lectura se convertirá en un “arma cargada de futuro”.
Sin embargo, todo lo anteriormente señalado no se puede entender como una condena al tuit, al mensaje corto. Al contrario, conscientes de sus capacidades, es posiblemente la combinación de tuits y libros la que nos haga fuertes, críticos con la realidad y, tanto en lo individual como en lo social, nos posibilite plantearnos mejor nuestra vida y la del colectivo del que somos parte. Porque los primeros permiten la transmisión rápida de la cotidianidad, de lo que acontece en cualquier parte de nuestro pequeño o gran mundo, pero también pueden ser reflejo de urgencia de la crítica y de la información necesaria. Y a pesar de esto, siempre será necesario combinar, para que no quede en la nada lo anterior, con los datos desarrollados, el análisis profundo o el conocimiento amplio de realidades para poder posicionarnos mejor y no como simples marionetas. Y cambiar así el mundo también desde, pero no solo, los 140 caracteres.