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Como si la posesión en verdad fueran los nueve décimos de la ley

Las noticias sobre la corrupción no cesan. En conjunto adquieren la categoría de escándalo; “skandalón” llaman los griegos a la enormidad. Pero de tan enorme parece empezar a derretirse. Los antes ministros de Aznar -Rato, Acebes, Arenas, Mayor Oreja- comparecen ante el tribunal que juzga el caso Gürtel y, conocedores de que los procesos públicos son antes que nada acontecimientos mediáticos, se fotografían en plan grave, sin sonrisas. Declaran ignorarlo todo y, de paso, dan una ayudita a Bárcenas, con quien, dicen, una vez destapado el escándalo solamente se reunieron para darle calor humano. Al final, va a resultar condenado Bárcenas por la misma razón que lo fue Arístides en la antigua Atenas: porque la gente estaba harta de que siempre se refirieran a él como “el Justo”.

De las incertidumbres de la condición actual, la más horrible y alarmante recae sobre la continuidad de la razón. Nada de lo que nos explican se puede entender como razonable. ¿Acaso pretenden que nos lo creamos todo? ¿Que a los ciudadanos normales y corrientes se nos trate como humanos de marca blanca, indistinguibles por escasos de entendederas? La corrupción no es algo singular, un hecho o suceso al margen de las normas, ajeno a la probabilidad y a los dictados del sentido común. De siempre hemos sabido que a los humanos les llega la codicia fácilmente. Empieza a ser conocido que muchas empresas públicas no tienen como objetivo exclusivo los fines para los que fueron creadas, sino que su función era más bien beneficiar a quienes están vinculados a ellas a costa de todos los demás. Estamos comprobando que la corrupción se convierte en parte de una cultura con asombrosa rapidez, hasta el punto de que la Comisión Europea señala a España como uno de los países con más corrupción y en el que esta más ha crecido en los últimos años. Y sin embargo los ciudadanos poco más hacemos que quejarnos.

El problema es que dirigimos nuestra mirada a esa sucia realidad de la corrupción, pero no nos estremecemos ante lo que vemos. Y lo que vemos empieza a ser una parte del paisaje tan feo y útil como un vertedero clandestino. Y el que después de la tempestad vendrá la calma no vale como remedio para atajar la corrupción porque el corrupto menos inteligente será descubierto y quizás castigado, pero el astuto, el que sabe escurrirse entre las mallas de la ley, volverá a hacerlo mientras no se sienta objeto de reproche social y su botín sea reintegrado a los fondos públicos. Resulta un rentable negocio eso de acostumbrar a las masas a la falta de sentido.

¿Estamos condenados a tener como políticos -bastantes de ellos, no todos- a seres avariciosos, egoístas y mendaces? El Estado debe contar con instituciones fuertes que resistan la presión de los corruptos. Si el Estado es frágil y convive con la corrupción, los impuestos siempre resultarán abusivos y el divorcio entre ciudadanos y partidos políticos o, aún peor, entre ciudadanos y democracia será un hecho cierto. Si todo está a la venta, incluidos fiscales, jueces y policía, la confianza pública se evapora. Mucha de esa confianza ya se evaporó cuando supimos de los tejemanejes del señor Moix, fiscal jefe anticorrupción, y de la estolidez de su superior jerárquico, señor Maza, fiscal general del Estado digitalizado -elegido por el largo dedo- del Gobierno de Rajoy. Y las denuncias de los medios de comunicación resultarán bengalas de socorro que se apagan al poco de elevarse. Resulta llamativa la facilidad que encuentran los corruptos para enmascararse entre el resto de las noticias de cada día sean el Procés catalán, el terrorismo yihadista, el cambio climático o la muerte de un torero. La historia nos enseña que afrontar los delitos colectivos como catástrofes naturales o desviaciones singulares del normal proceder es invitar a que se reproduzcan. Las bodas entre la política y la corrupción deben acabar en divorcio sin posibilidad de reconciliación. Y para ello los procesos judiciales en marcha deben ser ágiles, preferentes en la instrucción y contundentes en las sentencias. Sencillamente al revés de lo que ahora sucede. ¿Para cuándo la sentencia del Tribunal Supremo en el caso Urdangarin? A la vista de la benévola sentencia dictada por la Audiencia de Palma de Mallorca en esa causa, me queda la impresión de que determinados jueces entienden la justicia leyendo en diagonal a San Juan Apóstol (14.2): “En la casa de mi Padre hay muchas moradas”. Y puesto que muchas son, pueden elegir cuál es la más confortable para cada cual.

La justicia para los verdaderamente ricos lleva otro ritmo y otras resoluciones. Como si la posesión en verdad fueran los nueve décimos de la ley, viejo dicho inglés producto de las abusivas injerencias de los poderosos en la legislación de los parlamentos y las decisiones de los tribunales. Hasta el momento, las fortunas objeto de investigación han eludido las prisiones preventivas o el ingreso en prisión que, sin embargo, han sufrido personajillos de menor entidad o cobertura política como Granados, Matas, Pujol jr., Fabra, González etc. Gente como el dodo, animal de Australia que, cuando es expulsado del chaparral por otras especies con plumas, entierra desesperado la cabeza en la arena y silba por el otro extremo, pero que no acaba de morder, denunciar en este caso, a quienes le dejaron en la estacada. Así que ahora se anuncia un nuevo giro en la estrategia defensiva de Bárcenas, quien rebaja el tono y adelanta un cambio en sus anteriores declaraciones judiciales para exculpar a los que manoseaban la caja B del Partido Popular, que no son otros que los exministros testigos olvidadizos que declararon esta semana.

No me cogen en buen día, ya lo ven. Oigo a Rajoy argumentar que “el PP no es un partido corrupto aunque haya corruptos en el partido”, escaqueándose de que ese -su- partido está acusado de ser partícipe del delito a título lucrativo, y me parece que nadie puede salir vencedor en la guerra contra la corrupción pues la corrupción está ganando la guerra.

Para que eso no acabe sucediendo, para no caer en la melancolía del “rerum sunt lacrimae” que el poeta latino Virgilio recitaba -“Hay lágrimas en las cosas y tocan a lo humano del alma”-, pensamiento tan bello como inútil para afrontar la corrupción, no nos queda otra que levantar barricadas. Esas barricadas, a diferencia de las inventadas por los parisinos amotinados en 1558 que se defendieron de las tropelías del poder utilizando barricas a modo de parapeto, deberán levantarse con urnas electorales. Las elecciones futuras, cada una de ellas, tienen que suponer el más grande rechazo de quienes utilizaron la política para medrar, robar y pavonearse. Hago votos, y los pido, para que con los corruptos se cumpla la maldición del Eclesiastés: “¿De qué te ensoberbeces, polvo y ceniza”.