Fuerza oculta y Memoria
La producción de estudios, obras y publicaciones (de ficción o no) relativas al más reciente periodo de violencia y terror se multiplica. Son testimonios que mantienen viva la revisión crítica del pasado y pueden contribuir a componer la memoria social del sufrimiento. Pero esta revisión se plantea de manera confrontativa, desde perspectivas contradictorias, en un debate abierto que deseamos concluya en un pensamiento social dominante que nos sea útil para el futuro, sobre todo en la medida en que deslegitime el recurso al crimen político ante las generaciones que no lo han conocido.
Muchas de estas obras se preguntan por la reacción que, como colectivo social, hemos tenido ante el daño producido por los diversos agentes violentos. Se refieren, especialmente, al influjo social ejercido por el mundo de ETA. Invariablemente, se preguntan qué nos ha pasado y cómo hemos respondido. O en qué grado hemos integrado la violencia en nuestra cotidianidad. Porque es bien cierto que una parte minoritaria de nuestros vecinos ha incitado, practicado o justificado la intimidación. Y que, a pesar de la inhumanidad que se desprendía de esta situación, no hemos dejado de vivir unos junto a otros, en una relación de apariencia normal en múltiples facetas de la vida cotidiana. ¿Cómo se puede vivir (y, en cierto modo, convivir) en un entorno degradado? ¿Cómo hay que juzgar esta realidad social? ¿Cómo hemos reaccionado ante la embestida violenta? ¿Hemos mostrado complacencia frente a la brutalidad, nos hemos hecho insensibles a ella o hemos resistido como hemos podido?
En la mayoría de los textos de referencia, se ve una tendencia conducente a responsabilizar a la sociedad vasca (a la mayoría de ella, excluidos los que en algún grado han justificado esa violencia) por haber mantenido un comportamiento indiferente, impasible, apático o silencioso, cuando no enfermo o culpable. Para probarlo, se han publicado estadísticas sobre las manifestaciones públicas realizadas en el país ante los crímenes de diversa autoría y se ha concluido que la sociedad vasca no estuvo a la altura, que calló o miró a otro lado.
En la respuesta a todas estas interrogantes caben desde luego otras visiones y perspectivas. De inicio, hay que advertir que el debate se desenvuelve al borde de un límite peligroso, más allá del que el asignar responsabilidad equivaldría a atribuir culpabilidad. Sin embargo, “donde todos son culpables, nadie lo es” (Arendt). El foco violento vasco tiene culpables concretos, aunque de esta manera podrían quedar redimidos a causa de una injustificada imputación de responsabilidad al conjunto del pueblo vasco.
Hubo un tiempo en el que se puso de moda llamar a la rebelión social contra ETA. Pero, pocos supieron a qué se les convocaba con aquella apelación constante a la rebelión. ¿Una sucesión de actos públicos masivos de los que pudiera dar cuenta la televisión? Ya los hubo, al menos desde 1979. El más extraordinario, el estallido social tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco (1997). No obstante, tras las grandes manifestaciones se vuelve a la rutina diaria, en la que la mayoría de la gente busca cumplir con sus obligaciones sociales, proteger su entorno vital y resistir a las amenazas desde el anonimato. Ciertamente, las sociedades heroicas ya no existen. Si fuera el heroísmo el único parámetro con el que medir la salud cívica, no habría en el mundo un solo colectivo social sano.
No se puede negar que en la derrota del terrorismo el factor social ha sido decisivo. Sin embargo, la medición de esta contribución social no se puede ceñir a contabilizar los asistentes a los actos, movilizaciones o concentraciones realizados en el espacio público. En primer lugar, habrá que tener en cuenta la evolución de la sociología político-electoral, que es el parámetro más riguroso de comprobación del estado de la opinión social. Pese a ello, las resistencias ante la intimidación de los violentos no se han limitado a identificarse con los representantes de una u otra opción político-electoral que condenara en terrorismo. El rechazo social ha adquirido también otras formas, que en ocasiones han tenido transcendencia pública o social, y que la mayoría de las veces se han limitado a una dimensión privada o doméstica.
En este sentido, todos somos conocedores de multiplicidad de escenas de resistencia en la vida cotidiana, que han protagonizado anónimamente miles de personas tanto en el ámbito público como en el privado. Padres y madres en sus hogares y en las escuelas, profesores en los colegios o institutos, empresarios y trabajadores en las empresas, comerciantes y hosteleros en sus establecimientos, vecinos en las calles, jóvenes en los institutos y en la universidad? Dando la cara o simplemente resistiendo, buscando blindarse en su entorno más seguro, y negándose a secundar la justificación y consiguiente reproducción de la violencia. Conformando de esta manera una especie de discurso oculto difícilmente captable con las herramientas clásicas de la sociología. Han sido miles los portadores de ese discurso. ¿Es justo adscribir a toda esta gente en el epígrafe destinado a los complacientes, indiferentes o apáticos ante la intimidación violenta?
Si profundizamos bajo la epidermis de lo que ha sido público y visible, nos encontraremos con un sinfín de reacciones individuales y grupales que han sedimentado en el día a día y que han sido determinantes para la paz. Si hacemos caso a Vaclav Havel, esto podría ser la mejor expresión del poder de los sin poder, una “fuerza oculta en toda la sociedad”, que alcanzaría “el vasto campo, no delimitado y difícilmente descriptible, de las pequeñas manifestaciones humanas que en su gran mayoría quedan inmersas en el anonimato” y que resisten como pueden a la intimidación y al terror. Con miedo la mayoría de las veces, como corresponde reconocerlo. Pero, suele ser un sentimiento de miedo que se vuelve contra el dominio de los que lo provocan. De hecho, aquellas pequeñas manifestaciones humanas de carácter más o menos encubierto, junto a la actuación más activa y abierta de los disidentes, ayudaron al desmoronamiento del régimen comunista checoslovaco. Nuestra opinión es que, de la misma manera, las pequeñas resistencias cotidianas -algunas visibles y otras que querían pasar desapercibidas- de muchos de nuestros vecinos han contribuido al derrumbe del totalitarismo violento de los revolucionarios vascos. La perspectiva de Havel nos sería muy útil si de verdad queremos desentrañar la complejidad de las reacciones sociales en aquel marco de violencia, intimidación y sufrimiento.
Todavía hoy, la verdad es que no hay estudios vascos que den cuenta de toda la reacción social ante las violencias ilegítimas con rigor y fiabilidad. Los relatos que circulan son fragmentarios y prejuiciosos, y algunos de ellos buscan abiertamente incapacitar la capacidad de actuar futura de la sociedad vasca. Pongamos por ejemplo la opinión de Ruíz Soroa, compartida íntegramente por Martín Alonso: “La sociedad vasca nunca ha sido en el pasado un buen referente para la política antiterrorista, luego no se ve por qué debería serlo ahora”.
Frente a esa afirmación, hay que reconocer que la derrota del terrorismo se produce por una confluencia de múltiples factores. Para nosotros, el aporte social es el más decisivo de todos ellos. Un factor que se ha desarrollado a partir de la iniciativa y acción de las instituciones sociales representativas, las asociaciones pacifistas y en los grandes acontecimientos de masas. Y que también se ha apoyado en todas las expresiones de resistencia cotidiana, que son las que se han desarrollado cada día y sobre el terreno, actuando como focos de vida que, al escapar del control del totalitarismo criminal, han dispuesto el escenario para su derrota completa. En definitiva, aunque hayan buscado pasar desapercibidas, estas experiencias a pequeña escala no deben quedar marginadas de los trabajos que están construyendo la memoria de la época. Si no diera testimonio de esta fuerza oculta en toda la sociedad, la memoria quedaría incompleta y no reflejaría con justicia la realidad de los hechos.