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Triple salto moral

Cuando en la mañana de ayer escuchaba, desde Estrasburgo, la rueda de prensa en la que Juan María Atutxa se alegraba de pasar de la condición de desobediente inhabilitado a víctima de una vulneración grave de uno de sus derechos fundamentales (derecho a un juicio justo), me he quedado con una de esas frases tan redondas con las que Juan Mari resume como nadie una situación. Decía él que en un encuentro casual con Jesús Cardenal, el fiscal general del Estado que promovió la denuncia, le recordó que para firmarla tuvo que desdecirse a sí mismo incurriendo además de en una tropelía jurídica, en un “triple salto moral”. Porque aquella denuncia era la condición necesaria para poner en marcha un proceso que, además de producir una quiebra del estado de derecho de la dimensión que se sancionó ayer en Estrasburgo, ayudó a orquestar la más sucia campaña de destrucción de la imagen personal que yo recuerdo.

Así Juan Mari pasó de héroe a villano y, mientras ETA seguía intentando matarle, fue presentado ante la opinión pública como un colaborador de esa organización terrorista. Aquella campaña no le privó del apoyo popular en Euskadi, porque ganó con toda claridad las últimas elecciones a las que concurrió, pero sirvió para que PP y PSOE, aliados para la ocasión con Euskal Herritarrok, lo apeasen de la presidencia del Parlamento Vasco. Así, tras aquel vergonzoso boicot personal, me tocó a mí el amargo papel de sustituirle al frente de aquella institución.

Juan Mari, efectivamente, cometió un grave delito: mantener ante al Tribunal Supremo que ningún auto judicial permite ni obliga a incumplir el reglamento del Parlamento Vasco ni la doctrina constitucional en vigor sobre órganos parlamentarios y partidos políticos. Defender la división de poderes y la dignidad del Parlamento Vasco. Los hechos que llevaron al banquillo a Juan María Atuxa, Gorka Knörr y Kontxi Bilbao fueron estrictamente parlamentarios y en consecuencia inviolables. Las órdenes del supremo eran imposibles de cumplir, reglamento en mano. Por eso el Parlamento de Navarra al recibir los mismos autos que el vasco emprendió una reforma de esa ley. Lo mismo hizo el Parlamento Vasco. Lo que en Iruñea fue ejemplo a seguir, en Gasteiz se convirtió, porque la reforma no salió adelante, en delito de desobediencia. Una arbitrariedad que pone en tela de juicio la inviolabilidad parlamentaria y supone tanto como atribuir al poder judicial la capacidad no solo de activar la iniciativa legislativa de un parlamento, sino obligar a sus miembros a respaldarla. Todo aquel proceso fue defendido por quienes se presentaban a sí mismos como “constitucionalistas”. Triple salto moral.

No es hoy día para profundizar en las lamentables conductas que condujeron a la injusticia que ayer se reparó. Bastante tienen quienes las protagonizaron con no poder eliminar de su repositorio de citas célebres las mentiras que llevaron a titulares de prensa. Hoy, leyendo la sentencia de Estrasbugo, se revelan como lo que fueron: una auténtica vergüenza. Sin embargo, creo que sí conviene plantearse al menos tres reflexiones que espero ayuden a que no se repita nunca más un episodio como el que nos ocupa.

La primera se refiere a la razón misma de la condena contra España. El Tribunal de Estrasburgo ha dicho que Juan Mari y sus compañeros de banquillo, Gorka Knörr y Kontxi Bilbao, no tuvieron un juicio justo. En consecuencia, cualquier consideración sobre el fondo de la sentencia que les condenó sobra. Sencillamente, vulneró los derechos de los acusados a disfrutar de las garantías procesales que permiten poner en valor la presunción de inocencia. Algunos justifican aún lo ocurrido aludiendo al contexto. “Estábamos ante una cuestión de Estado”, dicen. No hay peor patriota que quien propicia que su país sea arrastrado, una vez más, en la plaza pública por incumplir derechos fundamentales y lesionar las garantías que protegen a la ciudadanía del abuso de poder. Lo peor es que los autores de la felonía saben que, tras un par de días de escatológicos titulares y alguna editorial crítica, la cosa no pasará a mayores.

Si alguien quiere entrar en el debate de fondo sobre el delito de desobediencia por el que Atutxa, Knörr y Bilbao fueron condenados, el resultado es también clarísimo. La sentencia de Estrasburgo considera imposible sostener una condena desde el Supremo sin escuchar a los acusados y valorando supuestamente los mismos hechos que permitieron al Tribunal Superior de Justicia del País Vasco absolver a los acusados. Tanto como repetir lo que ya decían los votos particulares, que aparecieron de nuevo en los argumentos de los magistrados discrepantes en el fallo que dedicó a este mismo asunto el Tribunal Constitucional.

Reflexiono también sobre la casualidad. A los mandos de este asunto estaban, casualmente, especialistas en triples saltos morales como el fallecido presidente del Supremo, Hernando Santiago, y especialmente su entonces escudero y hoy ex magistrado del Constitucional, Enrique López. Por pura casualidad, este magistrado está envuelto hace años en constantes polémicas por su indisimulada simpatía hacia el partido que gobierna. Por pura casualidad, acaban de ponerle, a instancias del PP, por encima de los magistrados que deben ventilar los casos de corrupción más notables de dicho partido. Por pura casualidad, fue el autor de la propuesta de sentencia con la que el alto tribunal cerró el asunto en España. Por pura casualidad, el documento corrigió otro preexistente que daba la razón a Juan Mari y que jamás llegó a discutirse en el pleno del tribunal.

Si en el procedimiento de arbitraje del caso Atutxa, España suspende; en la designación de los árbitros, escandaliza. Lamentablemente, las denuncias que en su momento señalaban esta anomalía democrática fueron desdeñadas también en otro triple salto moral por quienes ahora se quejan de que la justicia está politizada y controlada por el poder ejecutivo. Ya lo dijo Martín Niemoeller: “Primero vinieron a buscar a los comunistas, y yo no hablé porque no era comunista. Después vinieron por los socialistas y los sindicalistas, y yo no hablé porque no era lo uno ni lo otro. Después vinieron por los judíos, y yo no hablé porque no era judío. Después vinieron por mí, y para ese momento ya no quedaba nadie que pudiera hablar por mí”.

Mi última reflexión apunta hacia una investigación pendiente que, de oficio, debería haber iniciado algún fiscal curioso. El Tribunal Supremo, para completar la misión de condenar a estas tres personas necesitaba cargarse la llamada “doctrina Botín” (que impide continuar con un caso sin otra acusación que una de carácter particular) y mantener la que existía, protagonizada por una organización que quizá recuerden: Manos Limpias. El Supremo no tuvo dificultad en establecer primero que los banqueros tienen derechos muy diferentes y más confortables que los ciudadanos de a pie, especialmente si estos últimos no tragan con la “razón de Estado”. Superada esta pequeña dificultad sin argumento jurídico de peso alguno, Manos Limpias jugo su papel de “cooperador necesario”.

El problema es que ahora sabemos que el presunto altruismo patriota de esta organización pudiera estar presuntamente contaminado por operaciones de extorsión. Al parecer, según la instrucción judicial, las víctimas de las actividades de Manos Limpias podían librarse de la acusación si pagaban por ello. Me consta que Manos Limpias jamás se dirigió en este caso ni a los tres procesados ni a su defensa para plantearles una oferta. Como quiera que aquello tenía aspecto de negocio, que hay detenidos, procesados, registros, documentos, facturas y contabilidad A, B y C del citado sindicato, resulta legítimo preguntarse si se ha dedicado un solo minuto de investigación a determinar si hubo quién o quiénes abonasen los servicios prestados en el llamado caso Atutxa. Porque asumir sin más comprobación que este caso, sí, fue un ejercicio de altruismo patriótico podría ser otro peligroso y triple salto moral.