Está siendo habitual que los resultados electorales sean imprevistos, o más bien contrarios a lo que la mayoría de los pronósticos anunciaban. Ya van varios casos en poco tiempo. Lo que se estima como razonable no ocurre, y concluimos -erróneamente- que los que votan se confunden en su elección. Incluso que lo que eligen no es bueno para ellos. Esta interpretación se debe a que creemos que lo que es bueno para nosotros, será sin duda bueno para los demás. Pero no es así. La democracia, como todo sistema mejor o peor de representación, está sujeta a los mecanismos psicológicos de decisión de las personas. Ya sabemos que en este tema, la racionalidad de los argumentos lógicos o coherentes depende del que razona. Sus razonamientos o justificaciones están al servicio de afectos y simpatías hacia el candidato por lo que este es, representa y promete. Ya le decía un abuelo a su nieto cuando le enseñaba a pescar. “Si quieres pescar mucho, no basta saber dónde están los peces, tienes que pensar como ellos”.
Y en esta pesca de votos con red o con caña, tenemos al pescador -el candidato-, a la caña o la red -la campaña y los mensajes-, y a los peces -los votantes-. Los votantes están en un proceso mental complejo con muchas opciones, incertidumbres, influencias y mensajes de todo tipo. Para muchos, tenerlo claro es muy difícil, y no hay más que ver cuántas son las decisiones frente a la mesa electoral a última hora. Esto nos dice que no hay un proceso muy argumentado y pensado en balanzas de ventajas e inconvenientes. Más bien, decidimos por impulsos muy básicos, que se han elaborado intuitivamente desde los mensajes de los candidatos. El pensar de los peces es: esto, que el candidato promete hacer con su poder futuro, al que contribuyo con mi voto, ¿en qué me o nos puede beneficiar? Cuando las promesas de un candidato y los procesos mentales de los receptores sobre sus beneficios se sincronizan repetidamente, el candidato tiene grandes posibilidades de ser votado.
Cuando los tiempos son malos, los votantes recurrimos a la búsqueda del culpable, y nos justificamos en la heterorresponsabilidad de lo que nos pasa. Apenas admitimos que lo que nos va bien no sea mérito propio, y lo que nos va mal no sea culpa de otros. En este caldo de cultivo incorporar en el mecanismo de pesca a los enemigos de los votantes, esos responsables de los males, es muy inteligente. “Es como acercar una nutria a los peces”, le dice a su nieto el abuelo pescador, para que muchos peces se trasladen justo cerca de la red. A esto se puede llamar populismo, pero es un comportamiento habitual en conversaciones y negociaciones de todo tipo.
Los candidatos que quieren ganar han de seguir una táctica muy concisa. Consiste en citar enemigos, peligros y apelar a los instintos básicos de la seguridad de los votantes. Y luego proclamar con contundencia y agresividad lingüística, si procede, que eliminará con su poder a ese enemigo tan de raíz como sea posible. Para conseguir este efecto mediático, como aliado importante de alguien amenazado, basta con ponerse en contra de su enemigo. No importa que los enemigos sean los vecinos de al lado, los profesionales de un gremio, los compañeros de trabajo o los inmigrantes del mismo país del que ya inmigró. Lo único importante es localizar grandes colectivos de votantes, e invertir tiempo de campaña en señalar los enemigos y los muchos peligros que nos acecharán si los adversarios ganan. Unas veces dando cifras, otras infravalorando resultados, otras difamando y así poco a poco. Todo ello, con una estrategia clara de territorios y mensajes, para ir repartiendo consignas fabricadas por equipos creativos. Estos mensajes van aderezados con promesas de destrucción de distintos enemigos, para conseguir pescar el máximo de votos, en los llamados caladeros políticos.
Saber cómo piensan los peces-votantes es importante para los pescadores-candidatos. Estos saben que los casos de corrupción, los incumplimientos sostenidos o la incompetencia demostrada no les penalizan. Los peces, de uno en uno, piensan en lo suyo y lo que les pase a los otros peces del río les importa muy poco. La realidad tozuda nos confirma que la falta de ética, la corrupción, los incumplimientos de sus propias promesas, y la incompetencia en la gestión, no influyen tanto. Sin embargo, estos asuntos sirven para alimentar la liturgia informativa con la que los medios de comunicación llenan sus espacios para lograr techos de audiencia. Y estos espacios también sirven a los candidatos para repartir mensajes dirigidos a los peces, sobre los peligros que representan las nutrias o garzas.
Lo importante es “cómo piensan los peces”, le dice de nuevo insistentemente el abuelo al niño, cuando este acerca la caña a un pez solitario. Volviendo a los peces-votantes, podemos encontrar en ellos tres formas de pensar. La primera es la de quien se lee los programas electorales, y compara las promesas de acción de los candidatos, para luego decidir. No sé si entre los lectores habrá alguno que lo hace, pero representa una mínima proporción.
La segunda es el voto a la contra. Como los candidatos pugnan entre sí, en esta opción voto al contrario de quien no me gusta; o sea, que aunque no me guste mucho, lo elijo para evitar el gobierno de otro peor para mí. El pez piensa “voto a este para que no gane aquél”,”primero atender lo de casa y luego ya veremos”. Este grupo de peces es muy numeroso y representa muchas veces el voto tradicional y de última hora.
Y llegamos a la tercera, porque las dos anteriores no explican del todo los fenómenos como el brexit, Colombia, o Donald Trump, donde los pronósticos y los análisis no han acertado. Es el tercer modo de proceder, el que mejor explica lo ocurrido en estos casos recientes: los peces están inquietos y desorientados, perciben situaciones que no comprenden y amenazas desde la orilla y desde el aire. Y en este estado de incertidumbre votan al candidato que promete eliminar a sus enemigos, o al menos al más importante, ese que es competidor de sus recursos económicos.
¿Y quiénes son esos enemigos? Por lo general es sencillo para los candidatos encontrar enemigos fáciles de identificar, porque ya existen como tales en la mente de algunos colectivos. No hace falta mucha indagación cuando los sistemas sociales e internacionales están basados en la competición entre grupos, países, empresas e individuos, y cuando el progreso del individualismo intensivo, y la posesión y acceso a los recursos económicos son dos valores sociales prioritarios.
Este individualismo creciente reduce los ámbitos colectivos de resolución de problemas, depositando en la ley -sobre la que actuará el candidato- la regulación de las relaciones sociales. Individualismo y crisis económica son dos factores que deben conocer bien los pescadores para crear estrategias de acercamiento de los peces. “Cuando hay mucha agua en el río, los peces no se asustan con nada”, le dice el abuelo al nieto en sus lecciones de pesca.
En los modelos de sociedad de carácter competitivo, son considerados enemigos aquéllos con quienes hay que compartir los mismos recursos que, directa o indirectamente, sustentan económicamente al colectivo a quien va dirigido el mensaje. Serán las pensiones de los jubilados frente a otros gastos públicos; el trabajo que buscan los inmigrantes frente a los trabajadores locales que no lo tienen; las competencias de las comunidades territoriales frente a las centrales; los terrenos de los agricultores frente a los pastos que quieren los ganaderos; los trabajadores de terceros países que fabrican lo que aquí consumimos? Un sinfín de frentes abiertos entre colectivos numerosos.
En el caso de que estos enemigos de siempre no sean tan visibles, se crean otros detrás de una ingeniosa capa de barniz, “un nuevo término” que permite que entre en ella gente de todo tipo, al gusto del votante. Podemos incluir en su relato a su jefe del trabajo, al policía de tráfico, al tendero del barrio, a los empleados de banca, a los inmigrantes o a los funcionarios. A este enemigo genérico se le llama casta, burguesía, poder económico, terrorismo, fundamentalismo, populismo, élite, marxismo, independentismo o anarquismo, creando un halo de temeridad sobre las consecuencias personales que acechan, si este ente se beneficia de las decisiones futuras. Antes eran los rojos, los fascistas, los masones, los carlistas o cualquier otro calificativo genérico, que engloba a quienes queremos identificar impersonalmente como enemigos.
No nos tienen que extrañar los resultados, ni nos tiene que preocupar lo ocurrido, ya que es un éxito de la democracia que la expresión mayoritaria triunfe. Lo que nos debe preocupar es cómo piensan los peces, los votantes, y cómo se crean en el día a día las bases de sus esquemas mentales inducidos. Nos debe preocupar si esta educación cívica y social que construimos hoy nos permite avanzar hacia modelos más humanistas, igualitarios y éticos, y menos individualistas, competitivos y conflictivos.
La democracia es una utopía de valores en la asignación del poder sobre la que la realidad deja mucho que desear. Ya hace mucho tiempo, en el año 370 antes de Cristo, Isócrates, orador y educador de aspirantes a políticos griegos, decía: “Nuestra democracia se autodestruye porque se ha abusado del derecho de igualdad y del derecho de libertad, porque ha enseñado al ciudadano a considerar la impertinencia como un derecho, el no respeto a las leyes como libertad, la impudicia como igualdad y a la anarquía como felicidad”.
Tal vez nos sería más útil para mejorar en democracia, pensar más en los peces y menos en los pescadores. Debatir con honestidad si los motivos que nos mueven para elegir a unos u otros, son la destrucción del enemigo o la construcción colectiva. Y serenamente, desechar el primero y optar por elegir a los que trabajan por un futuro mejor para el colectivo social. Se trata de migrar de la democracia negativa o vengativa a la democracia positiva o constructiva. Un cambio en profundidad, actuando en los criterios y la cultura de los que elegimos, es decir, en cómo pensamos los peces.