Las bestias pardas
Son demasiadas veces que leo y escucho condenar a los nacionalismos y a las religiones así, sin el menor matiz. La última, leyendo a una catedrática de filosofía moral que sin pretenderlo, me ha animado a opinar sobre lo que parecen ser: dos bestias pardas. El término religión todavía acepta una visión positiva como un sistema de creencias orientadas a practicar un estilo de vida solidario y positivo, mientras que el nacionalismo supone algo negativo frente a nación, a pesar de que ambos reivindican el derecho a reafirmarse en una personalidad colectiva mediante la autodeterminación política de los individuos a decidir su destino. No es un problema ideológico sino carencia del soporte jurídico de un Estado.
¿Por qué se utiliza el término “nacionalismo” solo para los pueblos que tratan de legalizar su identidad colectiva, y no para las que tienen ya estatus de Estado? ¿Son todos los cristianos fanáticos? ¿Lo son todos los españoles, austríacos, catalanes, vascos o estadounidenses?
La religión como mirada interior a lo trascendente es tan antigua como el ser humano, mientras que el nacionalismo, con este nombre, es un fenómeno del siglo XIX que nace en la noche de los tiempos ¿Qué fueron los hititas, los fenicios, los etruscos o los incas, por citar algunas nacionalidades desaparecidas? Una larga evolución nos condujo a que, en apenas unos cientos de años, se haya pasado de clasificar al enemigo por ser cristiano o musulmán a obtener la ciudadanía en función de la bandera del Estado que acompaña al documento de identificación personal.
En la práctica, se han dado relaciones entre nacionalismo y religión. Es algo tan real como complejo. En ocasiones, el nacionalismo se identifica con una Cruzada en forma de “religión política”, como ocurrió en la dictadura de Franco. Todavía sus hijos ideológicos siguen demonizando todo aquello que ensombrezca su nacionalismo, aunque jamás lo llamarán por ese nombre. En el caso de los irlandeses, su sentimiento es defensivo y se identifica con una religión tradicional. En Polonia, el catolicismo se convirtió en símbolo nacionalista para diferenciarse de los alemanes (protestantes) y los rusos (ortodoxos). En la Turquía de Atatürk, se constituyó como una nueva religión civil superadora de la fe religiosa tradicional. Hoy existen nuevas religiones civiles marcadas por un materialismo que todo lo trastoca.
Pero existen las vivencias religiosas que hacen del ser humano alguien que eleva el listón ético (de mínimos y exigible), a unas conductas más solidarias y fraternas (voluntarias, ofertables). No es tan simple la realidad como decir que la religión es el opio del pueblo, o que cualquier sentimiento de identidad nacional es perverso o trasnochado: quien se sienta francés puede perfectamente anidar sentimientos solidarios con los inmigrantes en Francia. Son las conductas humanas las que conforman las ideologías y las religiones, y no al revés. El ser humano tiene la necesidad de trascender su individualidad e identificarse con, al menos, un grupo social. La imposición es la que resulta condenable, sea religiosa o nacionalista, con o sin Estado.
Existe un socialismo democrático, a pesar de que en la URSS no paraba de hablarse de socialismo, y de que Hitler realizó su holocausto sobre el nacional socialismo. De igual modo existen nacionalismos democráticos, sentimientos nacionales sanos, y millones de personas religiosas cuya vocación es implicarse en un mundo mejor. Cuando las comunidades nacionales se sienten especialmente amenazadas u oprimidas, negadas en su diversidad, entonces el componente religioso se acerca más al nacionalismo defensivo. Pero son las personas las que hacen la historia.
Los bonzos budistas, por ejemplo, se han convertido en referencia y en apoyo para la liberación del Tíbet y contra la dictadura de Camboya. Abundan los ejemplos solidarios de personas inspiradas por las religiones que son la voz de los sin voz a riesgo de su propia vida. Mártires heroicos hubo frente al nacionalsocialismo alemán y más tarde contra el nacionalismo soviético y contra el franquismo. Ahora mismo, millones de cristianos están perseguidos como nunca lo han estado.
Además, resulta perfectamente posible compatibilizar la conciencia nacional y la ciudadanía universal. Cualquier Estado democrático lo defiende a capa y espada ¿Por qué entonces estigmatizar al nacionalismo sin Estado? Una respuesta es porque son los Estados nacionales los que hoy tienen esa responsabilidad y no la cumplen: el compromiso del 0,7% para el desarrollo del Tercer Mundo, los acuerdos en las cumbres climáticas... Y una buena parte de los conflictos y guerras actuales tienen su origen en el reconocimiento insuficiente de los derechos de los pueblos bajo el yugo de la colonización de nuevo cuño.
La realidad de las naciones es un hecho sociopolítico que sólo se puede negar desde posiciones ideológicas poco objetivas. Las personas tenemos derecho a sentirnos libres tanto para sentirnos una nación como para promover valores comunes, laicos o religiosos, al conjunto de la humanidad.
En cualquier caso, el problema reside en la instrumentalización de las convicciones. Que se lo pregunten a los cristianos del siglo III, cuando Constantino paganizó a la iglesia cristiana. O a las naciones bajo Stalin, que a principio vieron como el comunismo abrazaba el nacionalismo con fuerza pese a que el objetivo fue bárbaramente el contrario. Tampoco está de más recordar que la historia tiene registrados muchísimos más muertos por guerras políticas que por conflictos de religiones. O recordar que los nacionalismos europeos fueron los que arrinconaron al baúl de la historia a los imperialismos dominantes.
Todos los nacionalismos, en su momento, fueron étnicos, con toda naturalidad; todos. Y todavía queda de ellos el componente de la lengua como elemento de cohesión, también con toda naturalidad... si tienes un Estado. La evolución nos ha llevado a la idea de una nación cívica voluntaria de ciudadanos que suscriben valores comunes, a la manera de “un plebiscito diario”, en expresión de Ernest Renan, el primero que formuló explícitamente el nacionalismo (s. XIX) en su famoso opúsculo “¿Qué es una nación?”.
Al final, las verdaderas bestias pardas de la humanidad son el fanatismo, excluyente porque no deja espacio para el pensamiento ni para la duda; y la indiferencia, insolidaria siempre. No las religiones ni los nacionalismos como tales. Lo bueno o lo malo de una religión o de un nacionalismo son las conductas de sus seguidores, como en todo. Pero está claro que algunos pretenden que el lenguaje niegue lo que la realidad afirma. Y contra eso me rebelo.