El 25 de septiembre de 1936, en plena guerra civil, un abertzale entró en el Gobierno de España. Aquel día, el Presidente del Consejo de Ministros del Gobierno republicano, el socialista Francisco Largo Caballero, el llamado “Lenin” español, que había sustituido en el puesto al republicano José Giral el 4 de septiembre (el mismo día que la caída de Irun en manos fascistas), firmó el decreto de nombramiento del dirigente del PNV D. Manuel Irujo Ollo como ministro sin cartera. Culminaban así las negociaciones entre las fuerzas republicanas, que buscaban una mayor implicación del nacionalismo vasco en la contienda civil, y José Antonio Agirre que trataba de materializar el ansiado objetivo de un primer estatus jurídico-político para Euskadi, el Estatuto de Autonomía.
En un primer momento, Manuel Irujo no era partidario de la entrada abertzale en un gobierno español y su posición fue ratificada por la ejecutiva guipuzcoana del PNV: “Yo me resistí (?) el Gipuzko Buru Batzar reunido en Lekeitio lo acordó así también y las Milicias vascas opinaban lo mismo”. Más allá de las razones de índole política, Irujo esgrimió para su rechazo inicial poderosos argumentos de tipo humano y familiar, ya que entendía que su significación como miembro del conocido como “Gobierno de Guerra” colocaría en un serio peligro a sus familiares, detenidos por aquel entonces en Navarra. La superación de este escollo, se debió a la intervención personal de Juan Ajuariaguerra quien hizo ver al líder estellés que su nueva condición ministerial concedería a sus parientes un valor añadido para un hipotético canje con el bando sublevado (el 21 de octubre de 1936, los miembros femeninos de la familia Irujo-Ollo fueron canjeados, a través de la mediación de la Cruz Roja Internacional, por unas mujeres detenidas en Bilbao).
El “Ministro del Estatuto”, como tiempo después se autodefiniría, se sentó en la bancada azul el 1 de octubre, misma fecha en que las Cortes aprobaron el Estatuto Vasco (texto del cual se había suprimido la llamada “cláusula concordatoria” religiosa, que había dado al traste con el Proyecto de Estatuto de Estella de 1931, que incluía a Navarra). El periódico republicano de izquierdas “Heraldo de Madrid”, en línea con el espíritu de colaboración mutua republicanismo-abertzalismo, realizó esta glosa del nuevo miembro del gabinete: “hombre profundamente cristiano y liberal. Con muy avanzado criterio social. Lucha contra el fanatismo, contra el mal uso de la religión en problemas políticos, por una política agraria de justicia social, contra la esclavitud de los trabajadores (?) Por eso mereció el odio bestial de las derechas”.
Irujo, único componente católico de aquel Consejo de Ministros conformado por representantes socialistas, republicanos, comunistas y Esquerra Republicana de Catalunya, pronto se encargó de establecer la consecución de una República Federal y la humanización de la guerra como ejes de su mandato. Así lo expresaba en una nota de prensa remitida el 28 de septiembre: “El sentido humano demócrata y cristiano de nuestra concepción política, nos impele fatalmente a la paz (...) mi gestión en el seno del Gobierno, ha de enderezarse a fortalecer los frentes de combate, para anticipar cuanto sea posible la victoria y la paz, humanizar la guerra, garantizar la asistencia y la vida del prisionero, llevando piedad para el vencido que le libre de la venganza y el desquite”. Este escrito, que bien podría calificarse como de documento programático, incorporaba una rotunda declaración de principios de búsqueda de un nuevo orden económico y social que “es para nosotros, los vascos, un postulado religioso emanado del principio de fraternidad universal, justicia social e igualdad humana (?) mientras la injusticia social pretérita no encuentre corrección y avance hacia un orden mejor, más justo, más humano, más cristiano”. Una de las primeras actuaciones de su ejercicio ministerial, que coincidió con los meses más duros y sangrientos del llamado “terror rojo”, fue la de procurar ayuda y protección a un gran número de curas y frailes perseguidos en zona republicana, en muchos de los casos, por su mera condición clerical. Tal como relata Jesús de Galíndez en su magnífica obra Los vascos en el Madrid sitiado, se entregó a la tarea de salvar “a cuántos hombres de sotana pudo”, proveyéndoles de documentación oficial que requirió, en no pocas ocasiones, la ayuda del Comité-Delegación del PNV en la capital española.
En su incansable lucha por la dignidad y la libertad humanas, en aquella situación caótica donde la vida apenas tenía valor, el Ministro sin cartera se hizo cargo de la política carcelaria y fruto quizás de su desagradable experiencia de infancia cuando acompañando a su padre Daniel, visitó a Sabino Arana en la insalubre cárcel de Larrinaga en Bilbao, se preocupa de otorgar a las cárceles una decencia hasta entonces inexistente (servicios de enfermería, cocinas, supresión del hacinamiento etc.), interesándose en primera persona de las causas de los encarcelados. En aquel empeño, no dudó en visitar centros penitenciarios y depósitos de cadáveres, enfrentándose día a día con grupos políticos y sindicales que, responsables de aquellas dependencias, “cooperaban a la labor de crimen que de tal oscurecía manchando su estela”.
En esta línea humanista de otorgar, sin distinciones ideológicas, la primacía al individuo y dignificar la situación de los encarcelados, Irujo hizo público el derecho que asistía a todo preso de hablar con el ministro, ya fuera en público como en privado. Paradojas de la vida, una de las personas que se acogió a este derecho fue el abogado y político de la CEDA, Ramón Serrano Suñer (cuñado de Franco) que, posteriormente, llegó a ostentar el cargo de Ministro de Asuntos Exteriores. Alegando un problema de úlcera gástrica, logró de Irujo, y con la intermediación de un diputado socialista de Jaén, autorización para ser trasladado desde la Cárcel Modelo de Madrid a un hospital privado (Clínica España) del que huyó, con destino a Alicante, disfrazado de anciana y con la colaboración del encargado de negocios de la embajada holandesa Francisco Schlosser, “amigo” de la delegación del Gobierno de Euzkadi en Madrid, y del que tiempo después se supo que actuaba como agente doble al servicio de la Alemania nazi. Según testimonio del canónigo Alberto Onaindia, Irujo “en aquel momento lo único que vio fue a un hombre en la cárcel que él consideraba como persona honrada y lo sacó”. Paradojas de la vida, esta “relación” de Irujo con los Franco continuó, ya que el político vasco logró se materializara el canje de una sobrina del general, Pilar Jaraiz Franco, que dio a luz en la cárcel. Al poco de nacer, el niño enfermó e Irujo autorizó la estancia de Pilar en la clínica penitenciaria para atender a su vástago.
Como se ve, la acción humanitaria en tiempos de guerra constituyó la obra del representante del PNV en aquel su estreno como miembro del gobierno republicano, obra que alcanzó sus mayores cotas en sus siguientes cometidos ministeriales como titular de Justicia primero y Ministro sin cartera nuevamente en los gabinetes de Juan Negrín. Manuel de Irujo no fue el único representante abertzale en un Gobierno español (el miembro de ANV Tomás Bilbao Hospitalet ocupó el cargo de Ministro sin cartera tras la dimisión definitiva de Irujo) pero sí uno de los mejores combatientes por la paz y la libertad de todos los Gobiernos republicanos. Cuando los vascos deciden su futuro en las urnas, sirvan, a modo de reflexión, estas palabras pronunciadas por Manuel Irujo Ollo, hace ochenta años al poco de ser elegido ministro un 25 de septiembre: “cada atentado contra la vida ajena es más pernicioso que una derrota: más se pierde con un crimen que con una batalla”.