Son dos chicas jóvenes, de veintitantos. Una luce un vestido verde claro y la otra, camisa blanca y una larga falda roja. Algo en su vestimenta llama la atención. Se acercan. Su acento inglés confirma lo que su rostro anglosajón me había revelado minutos antes. Saludan educadamente y se presentan: “Somos misioneras de Jesús”. Desvío la mirada hacia el identificador que una lleva prendido del hombro. Sí, son misioneras de Jesús. Cortésmente corto el diálogo, les doy las gracias y sigo mi camino a la espera de la próxima interrupción. Minutos antes ya había sido abordada por los chalecos blancos a los que siempre les respondo lo mismo: “Ya pertenezco a una ONG, no me interesa, gracias”. Y nunca me libro de su pregunta: “¿A cuál?”. Superado el trámite, el tercer alto en el camino llega de la mano de un indigente más insistente de lo normal, al que sigue una mesa improvisada en la que solicitan la firma de los viandantes para que un partido minoritario se pueda presentar en las próximas elecciones. Al final consigo alcanzar terreno neutral en las calles menos transitadas, aunque casi espero que un joven se me acerque con un tríptico de propaganda sobre algún restaurante de comida rápida. Pero todavía no es verano. Todo llegará.