La deriva catalana de los últimos meses debe hacernos pensar y medir con cautela los pasos de futuro. El resultado del independentismo catalán en septiembre fue corto. Evidenció, es verdad, que una buena parte de los catalanes están profundamente disconformes con el actual estatus de Catalunya dentro de España, pero también que las calles y las urnas no son exactamente lo mismo. La suma de Junts pel Sí y CUP da una mayoría suficiente para gobernar, pero no para romper con España. Iniciativa excepcional, que precisa de una unión y fuerza excepcional. La realidad se impuso desde primer momento en la noche electoral, pero se prefirió mirar para otro lado e intentar una empresa en común, que no podía ser y que además era imposible. Negociar para que la CUP cambie y sostenga premisas que le repugnan es un disparate, porque aunque finalmente aceptara, no sería un acto de contrición sincero. Empiezan a escucharse dentro de CDC voces prestigiosas que desautorizan sin disimulos el pacto, propugnando un giro táctico fundamental, que prescinde de la formación radical asamblearia. Se está imponiendo en los convergentes una fe de erratas, que rectifica los planteamientos iniciales, porque no se dan las circunstancias adecuadas. Francesc Homs reclama menos divagaciones, “más negociación y pacto”, porque “el independentismo carece de fuerza necesaria para imponer unilateralmente sus posiciones”. Según el último Sociómetro del Gobierno Vasco, el independentismo en Euskadi ha caído a mínimos históricos, situándose en el 21%, cuatro puntos menos que en el sondeo anterior y quince menos que en el de hace un año (35%), en diciembre de 2014. Esgrimir la independencia como panacea a todos los problemas es un error. porque ni genera más aber-tzalismo, ni distrae de los contradicciones internas ni oculta los problemas de gestión. En todo caso, se corre el riesgo de desprestigiar a la propia opción independentista, solo posible cuando hayamos convencido a la mayoría real.
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