¿se acuerdan de la televisión? Todavía existe. Aunque la mayor parte de ustedes utilicen el monitor LCD de su salón para ver películas bajadas de Internet o jugar con la Wii, pulsando un botón en el mando a distancia, aun tienen acceso al carrusel de ilusiones audiovisuales que forjó las sociedades industrializadas del siglo XX y la cultura popular de nuestros días. Ahora ponen unos telefilmes alemanes insoportables, comprados al peso para completar slots de sobremesa. Vemos en pantalla grotescos personajes que cobran 60.000 euros a la semana y unas tertulias políticas superficiales y estridentes, pero en general bastante amenas. Les voy a contar un secreto. ¿Saben por qué a los contenidos los llaman programación? No es por el trabajo de organizarlos en un cuadro diario de emisiones, sino por el efecto que se pretende alcanzar en el público. Lo que se programa no son series ni publicidad, sino a la misma audiencia.
La utilidad de la televisión como medio de masas no reside en la posibilidad de catequizar -por fortuna, el público está vacunado desde hace décadas contra la propaganda subliminal-, sino de marcar cadencias: a la gente le gustará o no lo que largan el Matías Prats o el Gabilondo de turno, pero el hecho relevante consiste en que millones de personas se sientan delante del televisor a las mismas horas, contemplan los noticiarios al mismo tiempo, participan al unísono del mismo ritual y, cuando la atención de la masa está hipnóticamente fija en la pantalla, las cadenas aprovechan para poner los intermedios liberando, de manera indiscriminada y masiva, la bien pagada publicidad con la que se financian. El futuro será diferente. Gracias a la digitalización, los dispositivos modernos no se limitan a ser simples repetidores instalados en el centro de la economía familiar. También disponen de un canal de retorno que informa a la emisora de lo que se ve, del tiempo que el espectador pasa delante de su aparato y otras informaciones de interés. Esto no debe sorprender a nadie. Desde hace años ya se hace mediante publicidad selectiva en Google, redes sociales y páginas web. Los antiguos medidores de audiencia permitían a los directivos de las cadenas planificar la programación y la publicidad de manera global. La ceremonia era masiva y jacobinamente igualitaria. Las mismas ruedas de molino para todo el mundo y, como en la Guerra del Pacífico, jamás se dejó a nadie detrás, porque tal cosa era de entrada técnicamente imposible.
El nuevo sistema, por el contrario, modifica la emisión adaptándola a preferencias individuales. El usuario selecciona sus películas y el momento en que las puede ver. Aunque los programas se emiten en directo, quedan almacenados en servidores de Internet, donde un software inteligente se encarga de administrarlos. Los intermedios no tienen lugar necesariamente al mismo tiempo, ni en ellos ven los espectadores la misma publicidad. Una familia con hijos pequeños recibirá anuncios de pañales, juguetes o seguros médicos. Las parejas de jubilados contemplarán el vestíbulo de una clínica o de un hotel de la Costa del Sol. En cambio, los vecinos de al lado, jóvenes y dinámicos, clasificados dentro del segmento de marketing SNID (sin niños, ingreso doble), verán ofertas de automóviles deportivos, colonias caras, vinos Gran Reserva y modelos de alta costura. La industria publicitaria está de enhorabuena. Pero imaginen el efecto devastador que todo esto puede tener para la autoestima del espectador. Si no tienes dinero, te pondrán cine español de los años 50 y hasta el loro querrá escapar de la jaula para no tener que agobiarse más en tu home cinema.
Combinando la información de retorno con datos disponibles en Internet y las redes sociales, se pueden elaborar perfiles que permitirían segmentar el mercado hasta el consumidor final. Y más a largo plazo, la publicidad selectiva trae consigo la posibilidad de privar al ciudadano de su autonomía personal imponiéndole una especie de curatela tecnológica: los medios de comunicación tomarían decisiones relacionadas con la vida privada del individuo antes de que este llegue siquiera a tener claro cuáles son sus alternativas de elección. Figúrese, por ejemplo, que varias compañeras de trabajo comentan ante la máquina de café una serie televisiva de actualidad. Por más que intenta recordar, usted no vio la escena más impactante y escabrosa, con violencia, sexo u otros elementos perturbadores. ¿Acaso se durmió en el sofá? ¿O no será más bien que usted es la única de todo el grupo que tiene niños pequeños en casa, y la cadena decidió emitir la versión light? Esto es solo un ejemplo. Con las tecnologías digitales, los límites los pone la imaginación. No está lejos el día en que sea posible no solo complacer al espectador, sino también acaudillarlo al dictado de los más diversos intereses económicos y políticos. La publicidad selectiva distribuida por Internet, cable y otros medios, puede ser efectivamente el comienzo de una tutela digital.
Las vetustas tecnologías analógicas posibilitaban el ejercicio de un vasto ritual de participación comunitaria: todo el mundo disponía al mismo tiempo de los mismos contenidos informativos, los mismos mensajes y la misma publicidad. Que esto tuviese su grado de manipulación, qué duda cabe. Pero era sano para la democracia. Ahora, el foro mediático está a punto de ser clausurado. Las tecnologías digitales hacen posible que a cada cual se le dé en todo momento lo que más conviene para la cuenta de resultados de la cadena, los intereses públicos, la seguridad de la nación y, posiblemente, también para el propio bienestar del consumidor. Sin embargo, muchas de las decisiones que antes tomaba soberanamente el individuo tenderán a trasladarse a los sistemas de software que controlan la distribución de contenidos y otros servicios a través de redes informáticas.
No siempre lo más novedoso fue lo mejor. La publicidad selectiva, en Internet, televisión y otros medios, comporta el mismo tipo de riesgos que el recuento de voto electrónico: como nadie participa en el recuento de las papeletas y solo el programador y el fiscal saben lo que sucede en el interior de las cajas negras, queda expedito el camino para el fraude y la tiranía de las versiones oficiales. Todo para el pueblo pero sin el pueblo: Despotismo Ilustrado 3.0. Ahora, en serio y para terminar: urge incluir todo esto en el debate sobre la Sociedad de la Información.
Los medios de comunicación de masas experimentan una revolución parecida a la desencadenada por la invención de la imprenta de tipos móviles en 1452.
Con la digitalización, los dispositivos modernos disponen de un canal de retorno que informa a la emisora de lo que se ve, del tiempo que se dedica y otras informaciones de interés
No está lejos el día en que sea posible no solo complacer al espectador, sino también acaudillarlo al dictado de los más diversos intereses económicos y políticos