Corromper para acumular
Una de las grandes transformaciones operadas por el capitalismo en la vida social tiene que ver con los modos de enriquecimiento. La pasión por el oro y por su símbolo, el dinero, operaba antiguamente por procedimientos que no tenían nada que ver con la producción, estando ésta orientada no al lucro sino a la satisfacción de necesidades. En 1433, enumeraba el gran intelectual del Renacimiento Leon Battista Alberti, en su libro Della Famiglia, los principales de estos métodos de enriquecimiento vigentes en la época: comercio a gran escala, búsqueda de tesoros, captación de herencias, medrar a la sombra de un rico, la usura del préstamo a interés, el alquiler de tropas, de caballos de carga y de otros materiales de guerra.
Werner Sombart, en su libro de 1913 El burgués, recuerda cómo en el siglo XVII se señalaban tres métodos de enriquecimiento: el servicio en la corte, el servicio en la guerra y la alquimia. Según este autor, algunas de las formas modernas de estos métodos se asocian con la obtención de sinecuras estatales, poco acordes con el espíritu del nuevo sistema. Tampoco sería propio del espíritu del capitalismo el lucro procedente de las altas finanzas, pues para Sombart ahora, igual que antes, “los representantes de esta alta finanza eran gentes en su mayor parte de origen burgués, que se habían enriquecido como prestamistas del Estado o recolectores de impuestos y que, como las bolas de grasa, flotaban en la superficie de la sopa, pero solo mantenían relaciones muy lejanas con la vida económica en sentido estricto”.
Para este autor, cuando los procedimientos tradicionales se prolongan en la era moderna pueden contribuir a la acumulación originaria de capital, pero el espíritu de empresa capitalista, esto es, el enriquecimiento por la producción, juega solo un papel marginal en ellos. Así, el enriquecimiento por medios violentos, tales como la piratería o el contrabando, que requieren el desarrollo de estrategias y empresas de cierta envergadura. Si la monarquía inglesa fue capaz de realizar una transición tranquila al nuevo sistema fue precisamente por haber prosperado con el saqueo de navíos y poblaciones de todas las naciones extranjeras. El contrabando y el estraperlo también se encuentran en la base de algunas de las mayores fortunas españolas actuales, por más que, salvo parcialmente en el caso de Juan March, éste sea tema tabú en la historiografía hispana.
Sombart llama la atención sobre el procedimiento tradicional de búsqueda del enriquecimiento con la ayuda de medios mágicos -también está presente hoy en la gran cantidad de dinero que mueven el juego y las apuestas- que como le gustaba decir al jesuita hispano-salvadoreño Segundo Montes, funcionan siempre como un impuesto: son muchos los que pagan y solo uno, el dueño de la casa de apuestas, el que recauda. Asociado al anterior se encuentra la quimera de crear dinero a partir del propio dinero, sin tener que recurrir al desagradable y sucio trabajo de producir. Este sería el origen de todas las burbujas especulativas, desde la crisis de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII a las recurrentes burbujas inmobiliarias o las ruedas de la fortuna basadas en los denominados esquemas Ponzi, beneficios que se pagan con las aportaciones de nuevos clientes y que se volatilizan cuando estos dejan de multiplicarse: las Afinsas y los Madoff de de nuestra era.
Para Sombart, el sueño de poder fabricar el oro dio un impulso decisivo a la industria química que, por derivación, resultaron claves en el desarrollo de la productividad agrícola e industrial. Algo similar ocurre con la búsqueda del enriquecimiento mediante procedimientos espirituales, el don de invención, tan fecundo en la época del barroco, que aportó hombres de mente e imaginación fecunda y desbordante en ideas técnicas de todo tipo, en el origen de la innovación permanente vigente en el actual sistema económico.
Pese a la actualidad de todos estos medios añejos de enriquecimiento, el verdadero espíritu del capitalismo se concreta en la asociación para la producción, en la capacidad de diseñar proyectos de inversión a largo plazo cuya ejecución exige la colaboración estable de un número considerable de personas animadas de una sola voluntad, la de producir para ganar y enriquecerse.
Este carácter colectivo de la empresa capitalista encuentra su forma más sofisticada en el desarrollo de la sociedad por acciones, en la cual, como señalaba Marx en 1865 “el simple director de una empresa, que no posee el capital bajo título alguno, ni en concepto de préstamo ni de otro modo, desempeña todas las funciones reales que corresponden al capitalista en activo, pero de este queda en pie solamente el funcionario y desaparece del proceso de producción como un personaje superfluo, el capitalista como tal”. La visión del capitalista como emprendedor individual y genial forma parte de las reminiscencias del antiguo régimen de enriquecimiento, pues al margen de la existencia en el origen de la empresa o al frente del consejo de administración de una gran personalidad individual, en el nuevo sistema todos los grandes capitales se han constituido mediante la organización de empresas colectivas, capaces de concitar la fuerza creativa y organizativa de múltiples personas. Esto contrasta con la realidad de nuestro país, donde sorprende el gran vigor que manifiestan las formas de enriquecimiento precapitalistas frente a las productivas.
Los medios de comunicación no dejan de machacarnos con las subidas y bajadas de los índices de cotización de las empresas en la Bolsa, como si fueran la expresión moderna de los romanos augures. Poco informan, en cambio, de que no llegan a 200 las empresas cotizadas en las bolsas españolas. O que, por ejemplo, Mercadona, una de las mayores empresas del país y de las pocas grandes creadas desde la muerte de Franco, no cotiza en Bolsa. Y tampoco requirió del concurso de la Bolsa Inditex para iniciar su gran expansión por el mundo en los años 80.
Del análisis de las grandes empresas de capital español se deduce que ordeñar la vaca del Estado sigue siendo la forma fundamental de acumulación en el protocapitalismo español, pues salvo casos excepcionales como el de las empresas señaladas o MCC, todas las grandes empresas multinacionales de origen hispano han sido antes empresas públicas (Telefónica, Iberia?), han crecido mediante privatizaciones de empresas públicas (energía, banca) o pertenecen a sectores como la construcción, en los que la acumulación se ha realizado al calor del dinero público, bien a través de contratos con el Estado, la especulación urbanística y con el suelo, o en el sector turístico, fuertemente vinculado a los anteriores. El espacio que deja este sistema de antiguo régimen de enriquecimiento a la acumulación empresarial moderna en sentido estricto es residual, de ahí el reducido tamaño medio de casi todas las empresas productivas españolas.
Es tanto un error como una distracción hablar de “corrupción política”, más aun cuando se exhibe como un problema ético de algunos individuos que para nada afectaría a la moral de la especie de los políticos en su conjunto. Muy al contrario, lo que está viviendo el país, y mantiene indignada a una parte considerable de la opinión pública, es un verdadero sistema de corrupción económica que, eso sí, se manifiesta en los medios preferentemente en su dimensión política. En su origen se encuentra el pacto de la Transición, por el cual se reformó y liberalizó el espacio político a cambio de mantener las estructuras básicas del sistema económico franquista.
Quizá sea Rodolfo Martín Villa el personaje que mejor ejemplifica este sistema, capaz de transitar del espacio político franquista, al postfranquista y al de la democracia y, al mismo tiempo y quizá por eso mismo, ser disputado y fichado por grandes empresas tanto del antiguo régimen político (Endesa) como del nuevo (Sogecable), necesitadas de un modo u otro del apoyo de las estructuras del Estado para llevar a cabo su proceso de acumulación de capital.
De las dos formas de corrupción de los políticos, la del que mete mano en la caja (Roldán, o los ERE de Andalucía) es la más trivial e inocua. El verdadero problema es el de los empresarios corruptores de políticos, los que utilizan las estructuras del poder para hacer negocios bajo la sombra protectora del Estado y a salvo de los riesgos del mercado. Es este modelo de acumulación franquista el que se mantiene y reproduce con el espíritu de la Transición. La gran transición pendiente, por tanto, no es la política, sino la económica; no es tanto la reforma de la Constitución, como la de la legislación administrativa y mercantil. Liberar al Estado de los liberales corporativistas, una tarea de Sísifo.