La publicitación (más que publicación ya que con ella se persigue un fin publicitario y no sólo hacer públicos unos hechos) de los sueldos de los miembros de la familia real, así como de la distribución de los gastos de la casa real, suscita una serie de cuestiones sobre las que no está de más hacer unas breves consideraciones. Aunque sólo sea para aportar un punto de vista crítico y distinto del que ha venido difundiéndose en los numerosos comentarios sobre la referida noticia en los medios del establishment, coincidentes todos ellos no solo en la valoración positiva de las medidas adoptadas sino también en subrayar las inequívocas muestras de ejemplaridad y de transparencia que comportan.
Como ocurre en otras muchas ocasiones, más que el hecho en sí mismo -en este caso las nuevas retribuciones de los miembros de la familia real-, lo que tiene mayor interés son las reacciones a las que este hecho ha dado lugar, tanto en los medios políticos como asimismo en los de comunicación. En este sentido, es preciso constatar el amplio apoyo que la opinión publicada ha mostrado ante las medidas publicitadas en relación con el régimen retributivo de los miembros de la familia real y hay que constatar también el discurso empleado en los referidos medios a propósito de esta cuestión ya que ello, además de la cobertura mediática que proporciona, tiene una indudable incidencia en el ámbito político e institucional.
Resulta irrelevante la discusión sobre las leves variaciones en las cifras relativas a los sueldos de los miembros de la familia real, por más que éste haya sido el tema que ha focalizado los comentarios en los diversos medios de comunicación, en casi todos los casos para aplaudir la austeridad real, en consonancia con la necesaria austeridad impuesta por la difícil situación económica por la que atraviesa el país. La cuestión no es, sin embargo, las ligeras oscilaciones de la cuantía de las retribuciones de los miembros de la familia real (que, por otra parte, se combinan con el mantenimiento de la asignación presupuestaria -7,7 millones de euros-- de la casa real) sino el modelo de financiación de la institución monárquica como tal, que sigue conservando las mismas características que ha tenido hasta ahora.
De acuerdo con la disposición constitucional (art. 65) que regula esta materia, en los Presupuestos Generales del Estado se asigna una cantidad global para el sostenimiento de la familia y la casa reales, que luego el rey distribuye libremente. Este año, a diferencia de los anteriores, en los que como consecuencia de la crisis ha ido decreciendo la cuantía de la asignación presupuestaria, ésta se ha mantenido en la misma cantidad del año anterior ya indicada (7,7 millones de euros), variando únicamente la distribución de esa cantidad global entre los miembros de la familia real, así como el reparto de los gastos de la casa real en los términos y en la cuantía que estos días hemos conocido a través de los medios de comunicación.
Este peculiar modelo de financiación de la institución monárquica, a la que se asigna presupuestariamente una cantidad global que luego es distribuida libremente por el rey, constituye una anomalía desde el punto de vista financiero y presupuestario, entendible solamente en el marco de la, a su vez, anomalía institucional que desde el punto de vista democrático supone la monarquía. No en vano, se trata de una institución predemocrática y preconstitucional cuya inserción dentro de un sistema democrático y constitucional no deja de plantear problemas, a veces nada sencillos de resolver. Y a este respecto, nosotros no hemos sido ninguna excepción (aparte de ser el único país europeo que en el siglo XX ha restablecido la monarquía).
Por ceñirnos al tema que nos ocupa relativo a la financiación de la institución monárquica, no resultaría fácil de entender que al gobierno, a las cámaras parlamentarias o a la judicatura se les asignase presupuestariamente una cantidad global que luego el jefe del ejecutivo, los presidentes de las cámaras o la máxima autoridad judicial distribuirían libremente entre los miembros de cada una de las referidas instituciones. Sería difícilmente admisible que cada institución del Estado pudiese autorregularse en la determinación de los sueldos de sus integrantes, independientemente de que éstos se reduzcan o no en función de la evolución de la coyuntura económica.
Si bien la cuestión de fondo no es tanto el modelo de financiación como la propia institución monárquica en sí misma, mientras ésta forme parte del sistema institucional no estaría de más que pueda (re)plantearse el modelo de financiación existente hasta la actualidad; sobre todo ahora que todo el mundo habla de la necesidad de introducir cambios en el sistema institucional, incluidos los que hasta ayer mismo sostenían que la Constitución era intocable. Aunque sólo sea para introducir criterios más acordes con los propios de una monarquía parlamentaria, en la que es el Parlamento el que dispone de la plena competencia para establecer el marco institucional, incluido el marco regulatorio del régimen retributivo de la familia y de la casa reales.
No hay ninguna razón para mantener en la actualidad lo que podríamos denominar la “excepción real” en el sistema de financiación de las instituciones del Estado. Por otra parte, y desde una perspectiva estrictamente presupuestaria, parece bastante más razonable determinar el monto de la cantidad global correspondiente a la institución monárquica (como de cualquiera otra) en función de los costes objetivables y cuantificables de las actividades que desarrolla y de las personas que las realizan que, por el contrario y como se hace ahora, fijar primero la cantidad global -¿con qué criterios?- y luego proceder a su reparto entre los miembros de la familia real y de quienes desarrollan su actividad al servicio de la casa real.
En definitiva, se trataría de que la institución monárquica reciba el mismo trato, también por lo que se refiere a su financiación, que el que tienen el resto de las instituciones constitucionales del Estado, poniendo fin a la anomalía institucional que supone el modelo que ha estado vigente hasta ahora. Y ello por razones tanto de orden funcional y de racionalidad presupuestaria como, sobre todo, por razones de carácter político e institucional acordes con las normas que rigen en el modelo parlamentario, que es el marco en el que se inserta la forma política monárquica en nuestro sistema constitucional. Y en el que, conviene recordarlo, las instituciones constitucionales, entre las que también ha de incluirse la monarquía y su régimen de financiación, carecen de atribuciones para fijar libremente las retribuciones de los miembros que las integran.
La actual coyuntura política, marcada como ninguna otra hasta el momento por las expectativas de cambios institucionales, puede ser una buena ocasión para plantear esta cuestión, así como cualquiera otra relacionada con las finanzas reales (incluidas también las relativas al patrimonio de los miembros de la familia real), sobre las que hasta ahora ha existido la más completa opacidad. Y al igual que ocurre con las demás instituciones constitucionales, que pueden ser objeto de cuestionamiento en el debate político y constitucional -no faltan, por ejemplo, quienes propugnan abiertamente eliminar el Senado, o el Tribunal Constitucional o la organización autonómica del Estado en su configuración actual- no hay ningún motivo (o no debería haberlo, al menos) para excluir la cuestión monárquica del debate en curso sobre los cambios institucionales.