Es sintomático que dos de las noticias más relevantes que han salido del Foro de Davos sean que el champán Dom Perignon ha subido en los hoteles de la zona de 270 a 380 euros en una semana (revalorización del franco obliga), y que el príncipe Andrés de Inglaterra aprovechó la ocasión para defenderse de las acusaciones de abuso sexual.

Más allá del interés que pueda tener la reunión para unos u otros empresarios o políticos adictos a las puertas giratorias -siempre es cierto que contactos son contratos-, la sensación que se desprende es que las élites mundiales carecen de respuestas novedosas para encarar la situación de la economía mundial. “Que todo siga como va y ya vamos bien”, parecen decir. Lo cual, en cierto sentido, es cierto para ellos porque desde que se produjo el gran batacazo de los mercados financieros en 2007 la economía mundial ha aumentado su valor en un 23%, unos 17 billones de euros. Ahora bien, el reparto de ese trozo extra de tarta es muy desigual: Asia aumentó su trozo un 52%, el producto africano creció un 37%, los países del Magreb un 27%, América Latina un 20%, ? en Estados Unidos un 8%, en Japón un 2% ?. y la Eurozona disminuyó un 1%, es decir, que no solo no nos comimos ni una migaja de la tarta extra, sino que el trozo se redujo respecto al que nos tocaba hace ocho años.

Pero tampoco en cada una de esas regiones el producto se ha distribuido de forma igualitaria. Hasta la OCDE, el organismo de los países industrializados promotor del neoliberalismo, reconoce que los más ricos acaparan en todas partes un trozo creciente de la renta. Así, la renta del 10% más rico en los países desarrollados es diez veces mayor que la del 10% más pobre, cuando en 2007 era nueve veces mayor y hace 30 años, siete. En España, si la diferencia en 2007 era de diez veces, en estos años ha aumentado hasta catorce.

En el resto de las regiones, el crecimiento tampoco se ha repartido de forma proporcional, pues aunque la renta media creció en todas las regiones emergentes, solo Brasil y Venezuela disminuyeron significativamente la desigualdad entre los más ricos y los más pobres. En conjunto, las diferencias entre los más ricos y los más pobres son unas cinco veces mayores que en los países industrializados.

De modo que, con mucho, poco o ningún crecimiento, los ricos del mundo pueden evaluar muy positivamente los resultados de la economía en los últimos años. Y de ahí que el centro de sus preocupaciones sea el cambio climático, pues todavía no se ha inventado un procedimiento para ahorrarles a los ricos los efectos del derretimiento del hielo de los polos, del permafrost y sus secuelas de inundaciones, huracanes y sequías. Y solo la satisfacción global de las élites puede explicar que las europeas insistan en una vía de actuación política que consagra el ajuste fiscal permanente cuando todas las evidencias muestran que esa es la causa principal de estancamiento de las economías europeas.

Los dirigentes de la Eurozona reconocen el estancamiento, pero insisten en el ajuste fiscal, en particular presionando a la reducción del gasto público, y en la represión de los salarios (las famosas “reformas estructurales”). A cambio, han decidido que los incentivos al crecimiento provengan exclusivamente de la política monetaria, insistiendo al mismo tiempo en negar que el BCE haga política económica. Y no es porque la política monetaria pueda hacer despegar las economías europeas, porque el crecimiento depende del aumento de la inversión en activos productivos públicos y privados y ni el gasto público depende en última instancia del interés que se paga por las letras del tesoro sino de la voluntad política de fijar un límite de gasto, ni las empresas invierten condicionadas exclusiva o fundamentalmente por el coste del crédito sino por las expectativas de rentabilidad, que dependen de las cantidades que esperan vender, de los precios a los que pueden vender y de los costes de producción, entre los cuales los financieros son solo un componente más.

Ahora, el BCE anuncia que, ante la incapacidad de lograr que las billonarias inyecciones de dinero a la banca dinamicen el crédito a la producción y al consumo, va a bordear las prohibiciones del Tratado de Lisboa y, por vía indirecta, va a comprar deuda pública, no a los gobiernos, sino a los bancos que la tienen en sus carteras. De este modo, espera que los gobiernos reduzcan sus pagos de intereses, se endeuden en mejores condiciones y puedan dedicar algo más de recursos al gasto público. Esta por ver que la mejora en los costes de financiación de la deuda pública italiana, española o irlandesa que se deriva de esta medida no se vea compensada por un aumento de tipos en la deuda alemana, finlandesa u holandesa y, al final, lo comido por lo servido. Esto puede ocurrir si los bancos y otros inversores deciden vender deuda de los países que pagan poco o casi nada (los bonos de la deuda alemana a diez años tiene actualmente una rentabilidad inferior a 0,6%, y la de Austria, Finlandia, Holanda y Luxemburgo, incluso la de Francia y Bélgica, está por debajo del 1%, cuando su rentabilidad histórica se sitúa entre el 2% y el 4%) para comprar más deuda de los países que les otorgan mayor rentabilidad (en torno al 2% es la rentabilidad para Italia, España, Irlanda o Eslovenia), ya que el mayor riesgo pasa a ser asumido por el banco central.

Esta medida puede tener cierto impacto tan solo en los países que de momento se quedan fuera de las compras del BCE, Grecia y Chipre, que pagan más del 6% por sus bonos, y frente a los cuales las compras de deuda en mercados secundarios son un as en la manga de los negociadores de la Troika con el futuro gobierno griego. Troika, por cierto, que si se hace caso a las condiciones del abogado general de la UE para declarar legales dichas compras, tiene que convertirse en Duo, ya que el BCE no podrá seguir participando en los programas de ajuste de los países intervenidos si compra deuda de los mismos. Veremos.

En todo caso, la oposición numantina a aflojar en el asunto fiscal es coherente con el objetivo de mantener las fuentes de enriquecimiento de los más ricos. Una política fiscal expansiva, en estos momentos, solo se puede financiar con más endeudamiento o con más impuestos sobre el patrimonio y sobre el capital financiero, porque los impuestos sobre las rentas del trabajo, y el consumo no dan para más, y los beneficios empresariales están pignorados por la abultada deuda de las empresas.

Pero la principal fuente de enriquecimiento de los más ricos es precisamente el patrimonio físico y financiero. Y antes que perder su gallina de los huevos de oro, prefieren hacer que ponga menos huevos, aceptando una reducción de los intereses cobrados por la deuda pública y por extensión sobre los préstamos al sector privado. Por eso, el capital financiero global está invirtiendo en activos inmobiliarios, en compra de suelo, de participaciones en grandes empresas y todavía esperan poder arrancar un poco más de patrimonio público para convertirlo en nuevas fuentes de enriquecimiento privado, para compensar con otras rentas la reducción de rentas financieras.

Fue hace cerca de 80 años que Keynes dijo que la eutanasia del rentista significaría la eutanasia del opresivo poder acumulativo del capitalista dedicado a explotar el valor de escasez del capital financiero, por cuanto el interés no recompensaba ya en su época ningún sacrificio genuino y sería la condición necesaria para lograr el pleno empleo. Hoy, la manifestación más clara de esta afirmación es el BCE y su sistema de entrega del dinero público a los bancos privados para que asuman un papel de intermediarios con el estado y las empresas completamente prescindible. Para que no nos demos cuenta de su irrelevancia real, es para lo que se organizan festejos mágicos como el de Davos.