De nuevo las hojas del calendario se han ido cayendo. El tiempo ha transcurrido y el balance de la situación en Siria es igual de inquietante que hace unos meses. El régimen de El Asad se mantiene firme. Ha perdido 200.000 ciudadanos, cerca de la mitad de la población civil del país se halla desplazada y miles de familias rotas se han refugiado en los países adyacentes, viviendo en condiciones extremas (recientemente, Acnur advertía de la falta de fondos para poder alimentarlos). La paz, la anhelada paz que ponga fin a esta odiosa guerra civil, no está más cerca hoy que ayer, salvo que algunos de los contendientes se derrumbe por puro agotamiento. Aunque la Coalición Nacional Siria no ha sido capaz de arrebatar el gobierno a El Asad, tampoco ha sido derrotada. El régimen, en este impasse en el que la intervención internacional se ha enfriado, no es capaz de recuperar el territorio perdido y se enfrenta a la grave amenaza del Estado Islámico en el norte, tal vez lo único que pueda llevar a que los alauís y los suníes acuerden resolver la situación por vías pacíficas.

Los países vecinos, Arabia Saudí, Líbano, Qatar, Jordania, Turquía o Israel temen que la autocracia siria pueda venirse abajo dejando un hueco de mayores incertidumbres en la zona (el yihadismo), por lo que actualmente prefieren que se mantenga. Pero las posibilidades de que el régimen y los principales grupos de oposición acerquen posturas es muy ardua. La conferencia de Ginebra, en enero de 2014, no condujo a nada salvo a la insistencia del régimen sirio de tildar a la oposición de terrorista.

Staffan de Mistura, enviado especial de la ONU, ha propuesto un cese del fuego para retomar el diálogo entre las partes enfrentadas y abrir una senda para emprender tareas humanitarias. Una propuesta que ha sido bien vista por el régimen, ante su incapacidad por doblegar a las fuerzas rebeldes. Pero la gran cuestión reside en que la oposición al régimen no está unida y que tampoco existe una alternativa política de garantía que convenza a los pilares del régimen, Ejército y alauís, de la viabilidad de una sociedad sin El Asad.

El peaje de la guerra De momento, el terrible peaje de la guerra no solo se reduce a las meras cifras o a la ingente destrucción material que ha arrasado ciudades de tradición histórica como Homs, Damasco o Alepo, sino a los terribles traumas humanos. La denuncia de torturas, violaciones, de asesinatos indiscriminados de carácter sectario, han sido el pan nuestro de cada día en el conflicto. Son heridas muy difíciles de cicatrizar. Van a quedar como grandes estigmas de una sociedad destruida por el vil odio y dogmatismo. Además, las perspectivas de futuro, en el mejor de los escenarios posibles, tienen que enfrentarse a un tejido económico que, si entonces era frágil, ahora ha sido arrasado. Negocios, talleres e industrias han visto cómo la guerra se llevaba las ilusiones y los esfuerzos generados por los sirios, independientemente de su lealtad o no al gobierno. La zona de Sheij Nayar, no lejos de Alepo, por ejemplo, que contenía más de 2.000 empresas en su momento de mayor actividad, es un cementerio industrial. Solo quedan los restos de edificios, máquinas quemadas y vestigios de unos talleres fantasma únicamente vigilados por el Ejército. La rica industria textil ha pasado a mejor vida por falta de telas. Y los empresarios han intentado reconvertir sus negocios en la construcción. Pero la inseguridad y los peligros derivados de la guerra solo han encarecido los transportes, además de que muchos de los trabajadores cualificados se han ido, están movilizados en uno de los dos bandos o han caído en la confrontación.

La miseria se ha apoderado de amplios sectores de la población, que aún habita las urbes dañadas. Algunos viven de la ayuda exterior que les prestan sus familiares. Las condiciones de vida son pésimas. Faltan combustibles para calentar las casas en el frío invierno, y otros recursos esenciales. El coste de los servicios básicos (agua y luz) se ha incrementado al 100%, si funcionan, porque hay ciudades muy dañadas por el efecto de los bombardeos y los combates urbanos. La tasa de paro es altísima, alcanza a más del 55% de la población, el resto son empleados del Estado, en su mayor parte, cobrando sueldos muy bajos. Uno de los principales recursos energéticos del país (y que reportaba el 25% de los ingresos estatales), el crudo, ha caído, en su mayor parte, en manos del Estados Islámico (de 400.000 barriles que exportaba ha bajado a 25.000). Y hay que añadir las sanciones dispuestas por la ONU. Solo Rusia e Irán, ignorándolas, sostienen al régimen. Su ayuda, colaboración y préstamos explican, en cierta medida, que haya podido soportar estos cuatro años de confrontación. Pero aún así la victoria de El Asad al impedir que le haya sido arrebatado su trono en Damasco, solo ha dejado un país consumido por el fuego de la guerra.

Todavía está pendiente valorar, sin caer en simplificaciones, las causas para buscar la solución. No hay duda de que los sirios, mientras han tenido un enemigo exterior común representado por Estados Unidos o Israel, han sabido vertebrarse; pero la violencia política, derivada de la represión de El Asad, acabó por desvelar graves problemas intestinos (el sectarismo) hasta entonces ocultos. Una vez más, las corrientes subterráneas que componen las sociedades humanas son una variable a tener muy en cuenta para explicar ciertos hechos. Así, únicamente desde un régimen democrático y plural se pueden dirimir las tensiones sociales de una manera adecuada y pacífica. Confiemos en que eso llegue a ser posible en Siria.