La raíz democrática del derecho a establecer un tipo de relación de una comunidad de ciudadanos y ciudadanas con el estado, encuentra en el hecho diferencial la explicación del por qué las poblaciones de Euskadi y Catalunya son sujetos de ese derecho, en tanto que por ejemplo Cantabria o Extremadura no lo son. Para mi modo de pensar, no es la historia ni las características culturales y lingüísticas, las que nos otorgan un derecho positivo, pero sí las que configuran una realidad en la que se forja una ciudadanía que por razones democráticas sólo delega en sí misma el derecho de cómo quiere organizarse políticamente, como estado o como parte de un estado.

Las razones de ciudadanía son razones democráticas de los hombres y mujeres de hoy, no un legado que nos enviste de un derecho inalienable. Queremos decidir y tener la posibilidad de ser independientes porque lo afirmamos expresamente de un modo libre y democrático no por un atributo que nos viene de la antigüedad o porque somos de una determinada manera.

Ahora bien, las razones democráticas son variadas. En lo que a mí respecta, tienen que ver con la conjunción de dos elementos: a) la creencia de que en nuestro caso, en tanto que nación, la promesa democrática de libertad e igualdad es más alcanzable en el marco de una comunidad política con estado propio; b) la convicción de que el problema llamado España y que viene de siglos no tiene solución en términos de verdadero reconocimiento del hecho plurinacional, al estar secuestrada por un centralismo atávico que responde a una conciencia colectiva predemocrática, estancada en un españolismo hegemónico dominante que está en su ADN. No es un hecho anecdótico que España no haya aprovechado las dos repúblicas ni la propia transición para reconocer un verdadero estado plurinacional.

En lo que respecta a la primera variante admito que con otra España, radicalmente democrática, un diálogo entre iguales podría dar lugar a un acuerdo de asociación, a un encaje satisfactorio de Euskadi en un nuevo estado. ¿Por qué no? Lo cierto es que no vislumbro un cambio tan radical. Lógicamente estoy haciendo referencia a mi propia posición.

En cuanto a la segunda variante, suelo encontrarme con el reproche de cómo puedo tener preferencia por un pequeño estado cuando el mundo avanza hacia grandes espacios políticos como es el caso de la Unión Europea. En realidad pienso que se trata de una crítica muy pobre, más propia de un raca raca aprendido que de una reflexión profunda sobre la verdad de lo que ocurre en la globalización. Trataré de explicarme.

Para empezar la separación de España, en mi pensamiento, incluye trabajar por otra globalización y por otra Unión Europea. No son aceptables ni la una ni la otra tal y como están representadas en la actualidad. No hablo de marcharnos de las realidades económicas y políticas sino de cambiarlas. Es cierto que la Unión Europea ha restado poder a las soberanías, pero éstas siguen siendo (y seguirán) el marco donde se libran batallas sociales y políticas decisivas. Es una realidad asimismo que en la reducción de los espacios soberanos hay una intencionalidad con frecuencia perversa, consistente en querer imponer gobiernos tecnocráticos o de partidos clásicos de probado servilismo. Las elecciones del 25 de enero en Grecia se presentan bajo el chantaje de la Troika y el Fondo Monetario Internacional a una posible victoria del partido Syriza.

La globalización actual contiene aspectos muy positivos, por ejemplo en los campos de la comunicación, del transporte, de la universalización de los DDHH, de las redes sociales, del debate sobre la democracia planetaria, etc. Pero contiene también aspectos amenazantes para la propia democracia. Así por ejemplo la separación creciente entre las esferas de poder y la ciudadanía, tanto en el ámbito económico como en el político. Si a estos se añade el hecho de que la política, los gobiernos en general y la propia Unión, obedecen a los poderes económicos y financieros, podemos afirmar que el escenario de la actual integración europea no ofrece facilidades a la fiscalización ciudadana y si debilita la soberanía popular. Cuando más alejado se encuentre el poder político de la ciudadanía más se complica la posibilidad de un empoderamiento real.

En esta misma línea la Unión Europea es un artefacto alejado de la gente de a pie, hasta el punto de que pocas personas corrientes podrían nombrar a un solo comisario de un órgano que es el gobierno de la Unión. Conocer quién toma las decisiones, incluidos sus rostros, es un derecho ciudadano básico para poder dar seguimiento crítico a los que deciden. Además, esta Unión Europea es sobre todo un gran mercado neoliberal y poco tiene de verdadera unidad política. En esencia responde a un proyecto de mal desarrollo en su propia lógica, ya que está basado en una idea de eficiencia que trata de maximizar resultados reduciendo costes para el logro de una acumulación incesante de capital. No es un proyecto centrado en las personas y sin embargo se nos hace creer que sus decisiones son incuestionables, un mandato divino, que nos obliga a su cumplimiento a menos que queramos hundirnos en el aislamiento y en el más profundo de los atrasos.

De manera que la tesis de que no es rentable la separación de España porque ello nos dejaría fuera de la actual globalización, aislados, es una tesis errática pues apunta a lo que no es. En lugar de separarnos, una Euskadi independiente debería comprometerse a trabajar por otra globalización y por otra Europa posible, que responda en su forma de organizarse a una democracia renovada. Si la actual globalización está construida desde las elites, desde arriba, de lo que se trata es de reconstruirla desde abajo, desde los pueblos, desde la ciudadanía. No es un asunto que empieza y acaba en lo moral, sino que tiene que ver con un proyecto político sostenible al servicio no de los mercados sino de las personas. Por otra parte, lo que está en juego es la resignificación de la palabra democracia para devolver la acción y la palabra a la gente.

Creo firmemente que es irreal que Europa vaya dar la espalda a una Catalunya o a una Euskadi independiente. Ambas naciones contienen un dinamismo del que Europa no puede prescindir. La propaganda enfocada para generar temor en las ciudadanías de ambos países es para consumo de la catetada. Si algo es la UE es que es pragmática.

El enfoque desde el cual sectores cada vez más amplios de la ciudadanía catalana y vasca se inclinan por el derecho a decidir e incluso por la independencia, ha dejado de ser unívoco. Indudablemente hay muchas personas que lo hacen desde una conciencia nacionalista. Otras por razones, tal vez, económicas. Pero cada vez más lo hacen, lo hacemos, por razones democráticas. Ocurre además que una gran cantidad de personas que no tenían una posición opuesta a España se suman al movimiento general del derecho a decidir al comprobar que enfrente, las instituciones y los partidos unionistas, lejos de abordar las diferencias con respeto y de asumir los derechos de quienes piensan distinto como la base para un diálogo honesto, se dedican a amenazar e insultar, a descalificar, desde una posición arrogante, inmovilista y de nacionalismo español dominante. La cuestión es que hoy, por el derecho a decidir están sectores sociales que forman parte de una diversidad de identidades culturales y lingüísticas. Se trata de una diversidad que dibuja el pluralismo de una Euskadi real, al que hay que agregar con pleno derecho aquellas otras identidades que optan y seguirán optando por ser parte de España.