Si algo hemos podido comprobar los habitantes de la costa cantábrica durante este invierno ha sido la invasora fuerza que puede alcanzar el incesante movimiento de las aguas marinas. El mar que tantas la veces nos acaricia es también capaz de destruirnos. Y esto se nos antoja injusto, aunque sea tan natural como la vida misma, que es un juego de previstos e imprevistos ante nuestra mirada de asombro. No es mala ocasión para recordar que también la Tierra tiene sus derechos no siempre respetados por el homo sapiens. Con nuestra estrecha sabiduría los humanos hemos construido pueblos y ciudades sobre las arenas del mar, con grandes sueños acerca del placer de sentir la cercanía, la belleza, la música de las aguas marinas pero olvidando las leyes de la Tierra y los derechos del mar. Basta media docena de borrascas profundas en el Atlántico Norte, que no hacen sino cumplir las leyes físicas de la naturaleza, y nuestra vida cotidiana se convierte en un caos ante el cual no hay grandes soluciones. En el mejor de los casos, parcheos y facturas. Se me viene a la mente la conocida (?) Carta de la Tierra: " Las fuerzas de la naturaleza promueven a que la existencia sea una aventura exigente e incierta, pero la Tierra ha brindado las condiciones esenciales para la evolución de la vida?La protección de la vitalidad, la diversidad y la belleza de la Tierra es un deber sagrado".
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