La cumbre económica celebrada ayer en Bilbao con presencia internacional y fines más políticos que económicos en su impulso por Mariano Rajoy ha traído hasta nuestra realidad la dicotomía socioeconómica extremista de quienes por un lado buscan, desde la cúspide del sistema imperante, mantenerlo inalterable y hasta profundizar en su deshumanización y de quienes, por otro lado, únicamente son capaces de oponerle una irreflexiva y contraproducente violencia callejera que deslegitima cualquier crítica por fundamentada que aquella pudiera llegar a estar. El injusto imperio económico se reflejaba ayer, otra vez, en las palabras exigentes de la directora general del Fondo Monetario Internacional (FMI), Christine Lagarde, quien abogó en Bilbao por profundizar todavía en una reforma laboral que desprotege al trabajador. O en las del presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, quien defiende asimismo seguir flexibilizando el mercado laboral y culminar las reformas fiscales pendientes. O en la autosatisfacción de Mariano Rajoy. Como si la única política posible para salir de la crisis fuese la de desestimar por improductivo el estado de bienestar tan trabajosamente construido durante más de medio siglo en Europa mientras se fortalecen los privilegios de la élite económica. Y al proporcionar esa excusa, la cumbre, los responsables de su organización, también ha acabado por traer a Bilbao la siempre irracional respuesta violenta de grupos denominados antisistema que, sin embargo, contribuyen a privar de fundamento a quienes se oponen al mismo por cuanto no hay mayor contrasentido que tratar de oponerse a la destrucción (del estado de bienestar) con la destrucción por método. Una destrucción, por cierto, en la que cada cual debe asumir su responsabilidad, incluyendo aquellos agentes, agrupaciones y fuerzas sindicales incapaces de controlar a quienes surgen violentos de su convocatoria, que en ningún modo lo era. Unos y otros, el ultraneoliberalismo que impera y quienes como respuesta protagonizan o permiten actos vandálicos, solo buscan perpetuarse ellos mismos, no aportan un ápice de solución a los problemas de la ciudadanía, a ese "equilibrio y cohesión social" que, como contrapunto a ambos extremos, exigió el lehendakari Iñigo Urkullu en su discurso, nítido, ante un "mercado sin alma".
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