EL 22 de febrero de 1942, calculadas dosis de Veronal pusieron fin a la vida del escritor vienés Stefan Zweig y a su mujer, Lotte. Ambos pasaron a engrosar el Club de los suicidas, que en aquellos años oscuros se amplió como una plaga: Erwin Rieger, Ernst Toller, Walter Benjamin o Ernst Weiss.
Allá se acabó la existencia de aquel cazador de almas, como le llamase su amigo Romain Rolland, cuando no pudiendo resistir ya el avance de la barbarie que le agravó su ya profunda depresión, decidió acabar con su alma y con su cuerpo, poniendo fin a la vida atormentada que le acompañaba en su deambular por el mundo. El año anterior se había instalado la pareja en Petrópolis (Brasil), donde él escribió la Novela de ajedrez, reunió sus recuerdos en El mundo de ayer y no abandonaba los Ensayos de Montaigne. Mientras asiste al carnaval en Río se entera de la caída de Singapur. Desesperado, vuelve a Petrópolis y el 22 de febrero se suicida junto a Lotte. La ingesta de amplias dosis de Veronal puso fin a dos vidas, puso fin a la suya, vida de vagabundeo, vida provisional propia del prototípico judío errante. Cumplió así, nolis volis, con el espíritu de la afirmación de su admirado alcalde de Burdeos: "La vida depende de la voluntad ajena; la muerte, de la nuestra. La muerte más voluntaria es la más hermosa".
Si este afirmaba que "aprender a morir" era el objeto de la filosofía, sería demasiado frío y racional, sin entrar en mayores disquisiciones, pensar que el suicidio del autor de La impaciencia del corazón fue un hecho preparado y calculado minuciosamente siguiendo el silogismo propio de un suicida reflexivo (espero un sentido de la vida/no lo hallo/me mato). Más parece responder al ensombrecimiento creciente de un depresivo que desde hacía tiempo buscaba la tabla de salvación suya, y por extensión de la humanidad entera, en los momentos estelares de esta y en los hombres y mujeres que habían mostrado el lado bueno, el creativo, del ser humano. Una vez más, como decía Michel Foucault, "el suicidio había quedado en manos de depresivos", cosa que según él se debía evitar a toda costa. La sinrazón creciente le hacía sobrevivir, al escritor, en el temor y en la firme nostalgia del paraíso perdido que para él era Austria, la Cacania de la que hablase Robert Musil al comienzo de El hombre sin atributos, país gobernado por los Habsburgo, con el emperador Francisco José I a la cabeza, quien parecía tener un pacto con la eternidad. Lo que suponía es que por encima de las dificultades, las contradicciones y tensiones, la estabilidad de aquel imperio centroeuropeo parecía ajeno a lo contingente, al paso del tiempo. El Estado, kaiserlich und königlich (imperial y real), o kaiserlichköniglich (imperial-real) se fue, sin embargo, al traste coincidiendo con la Primera Guerra Mundial, y aquel seguro orden en el que, en palabras de Zweig, "cada cosa tenía su norma, su medida y su peso determinados? Todo, en ese vasto imperio, permanecía inquebrantablemente en su lugar? Nadie creía en la guerra, en revoluciones o cambios. Toda transformación radical, toda violencia parecían casi imposibles en esta edad de la razón", se fue al garete con lo que los últimos días de la humanidad, de los que hablase Karl Kraus, asomaron con la fuerza brutal de la inminencia.
No tardó desde luego mucho en flotar con el peso del plomo la creciente ola de irracionalidad por toda Europa que condujo al escritor a huir de Alemania y pasando por Inglaterra viajar a Estados Unidos como embajador adelantado de la tromba de refugiados que luego invadiría el Nuevo Mundo, en una vida que se tornaba en errante vagabundeo, no hacia el cielo precisamente. Muestra de su estado de ánimo se puede constatar en estas palabras de El mundo de ayer: "Ya no tengo sitio en ninguna parte, extranjero por todos los lugares, huésped poniendo las cosas a buen recaudo; incluso la verdadera patria que mi corazón ha escogido, Europa, se ha perdido para mí desde que por segunda vez, corriendo al suicidio, se desangra en una guerra fraticida. Contra mi voluntad, he sido testigo de la más espantosa derrota de la razón y del más salvaje triunfo de la brutalidad que conoce la crónica de los tiempos", palabras que parece, coreadas en eco, por las ideas sugeridas por su admirado bordelés: "Nada es seguro ya en la tierra: este sentimiento fundamental se reflejará ineluctablemente en la intuición espiritual de Montaigne. Es preciso buscar otra certidumbre fuera del mundo, fuera de la patria de cada cual, es preciso rechazar sumergirse en medio de los poseídos y crear una patria propia, un mundo propio, más allá del tiempo? cómo ser responsable, razonable y libre para sí mismo, humano en una época inhumana, libre en medio de la locura de masas" (Montaigne).
Este era su mundo al que había dedicado numerosas páginas por las que se paseaban lo más granado del mundo cultural que intentaba hacer avanzar a la humanidad en su empresa de más humanización? El mundo de ese consumado humanista estaba sembrado de nombres propios que iban de Montaigne o Erasmo de Rotterdam a Mozart, Goethe, Beethoven, Rilke, Calvino, Dovstoievski, Balzac, Tolstoi, Hölderlin, Kleist, Nietzsche, Freud, y? muchos más. Ese era el mundo que él defendía con su pluma y que estaba siendo destruido por la peste parda. Y un mundo, complementario, del que se veía alejado, el de sus amigos: Joseph Roth, Julles Rollain o los suicidados antes nombrados en aquellos tiempos en los que la afirmación plasmada por Albert Camus al inicio de El mito de Sísifo (1942) parecía tomar cuerpo: "No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía".
Filosofías aparte, lo que sí que es claro es que en la mente del vienés se fortalecía la idea de que no había vuelta atrás, de que la barbarie iba a arrasar cualquier signo de humanidad imponiendo su bota. Y allá en el lecho abrazado a su esposa se ausentó de este amenazante mundo, para siempre; quedó escrito: "Hemos decidido, unidos en el amor, no abandonarnos"; se confirmaba así lo que ya había escrito a su hermana poco antes: "Después de sesenta años, sería necesario tener fuerzas especiales para recomenzar mi vida completamente. Y las mías se han agotado por los largos años de peregrinaciones lejos de mi lugar de ubicación?".
Si estas palabras quedaron escritas tras su muerte, nos resta lo que podría llamarse el misterio Zweig, tanto referido a su vida, que bien podía ser objeto de libro o película [extraño resulta que todavía no se haya emprendido ese trabajo, si exceptuamos algunas biografías al uso y quizá un libro francés reciente que habla de les derniers jours del escritor y de su segunda mujer, Lotte (Laurent Seksik, Les derniers jours de Stefan Zweig, Éditions Flammarion, 2010)], como por el éxito que hoy todavía alcanzan sus libros y no entre ancianos sino entre gentes de variada edad, y muy especialmente en la juventud. No sucede con su obra lo mismo que sucedió con la de muchos de sus contemporáneos que habiendo tenido éxito en vida luego el paso del tiempo hizo que sus libros cayeran en picado en lo que hace a lectores (Romain Rolland, Martín de Gard, etc.). Stefan Zweig fue profeta en su tierra y en la Tierra toda, y sus libros se vendieron, y se venden, por millones. Éxito, no solo en su país, que resultó asombroso para él mismo, en vida, ya que pensaba que no se lo merecía; con tino se refería Máximo Gorki a esta cuestión calificando a Zweig como el que "no se prefiere".
Después de 70 años de su adiós, su literatura, decidida reivindicación del individuo frente al rebaño, abierta defensa de la cultura frente a la barbarie? frente a la Europa "que perdió por completo la razón" inclinándose por el segundo término de las disyunciones mentadas, sigue viva. Stefan Zweig, la escritura "como medio para unir a los humanos y defenderse frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido".