INTENTAR abordar el fenómeno educativo y la enseñanza requiere de antemano, ante lo poliédrico del tema, seleccionar la arista concreta de acceso a dicha reflexión. Entiéndanse por ello las presentes líneas como una de las muchas opciones posibles a dicho acercamiento. Y así me permito un breve desiderátum que obstinadamente se resiste, a pesar del transcurso del tiempo, a marchitar.
Quizás, en las intenciones e ilusiones de los promotores de la enseñanza obligatoria para los jóvenes latería la convicción de que la difusión colectiva del saber y del conocimiento eliminarían paulatinamente las desigualdades sociales existentes. Pero ciertamente estamos muy lejos de esa utopía. Y en mi opinión, este objetivo, inconcluso a todas luces, bastaría para plantear en toda su magnitud una reflexión global sobre lo que todos entendemos y esperamos de, y por, la educación.
Me gustaría imaginarme un sistema educativo a salvo de las leyes de la fatalidad económica y libre, en la medida de lo posible, de la tiranía de las exigencias del rendimiento económico. Visualizo así una persona autónoma de la presión de la competencia social que llega a convertir el prójimo en rival a batir. Y trazo el perfil de un educando por encima de la predestinación social. Me concedo también pensar en la necesidad de un sistema que facilite a todos ser partícipes en una sociedad más solidaria. Creo por ello que la educación es clave para proporcionar herramientas y encarar la complejidad de la vida.
Dibujo un sistema educativo que logre el desarrollo de la persona y no exclusivamente el de las facultades útiles para la feroz batalla por el empleo y el sustento. Un sistema cuyo objetivo no se moldee tan unívocamente ante las necesidades que dicta de manera inapelable la economía de mercado, sino que ante todo ayude a cada persona a comprender el mundo en el que vive y cultive esa inteligencia de los conjuntos que llega a ser clave en la autonomía de la persona. Una educación que atacaría la raíz, y de raíz las desigualdades económicas y socioculturales que separan a los mejor dotados de los más débiles.
Retomo a un Bernstein que teorizó sobre los dos lenguajes que coexisten en una misma colectividad según las posiciones sociales: el código elaborado y el código restringido. Un código restringido en el que la libertad de elección real por parte de la persona es reducida y le predispone a funciones de ejecución en el que caben pocas iniciativas. Un sistema de comunicación adecuado a la recepción de instrucciones y limitado para la coordinación de actividades. Por el contrario, el código elaborado prepararía a los hijos de los mejor acomodados a resolver problemas, sostener relaciones, captar nociones de conjunto y tomar iniciativas.
Vivimos en una sociedad que tiende, gracias a la tecnología, a liberar a las personas de las tareas materiales, pero que a su vez exige de estas una mayor lógica, precisión y agilidad de inteligencia para adaptarse al cambio. Así, el handicap de las personas poseedoras del código restringido no cesaría de agravarse. Bien, cualquiera que haya conseguido llegar hasta estas líneas opinará que parte de lo aquí expuesto no es sino una relación de ideas aterciopeladas carentes de soporte en la sociedad actual. La relación del individuo ante la sociedad, el rol de la educación, y sus interacciones, es lo suficientemente espesa e interdependientes como para que cada cual estime el desfase entre la utopía aquí deseada y la realidad.
Y hoy y aquí podemos hacer reales parcelas del desiderátum mencionado: hay que perseverar ante la diversidad de nuestras aulas, acometer, con decisión y medios, problemas enquistados, realidades profundas, novedosas y difíciles. Habrá que proporcionar una respuesta adecuada a jóvenes de familias no debidamente estructuradas, confundidos y sin referencias, con necesidades educativas especiales, o de estratos sociales desfavorecidos y con dificultades de comportamiento.
La población emigrante, por otro lado, nos exige un nuevo esfuerzo para su escolarización adecuada, y nos exige, también más que nunca, una educación común propia que aporte elementos básicos y compartidos de nuestra identidad vasca junto con el respeto leal a lo pluricultural de quienes nos vienen de otras tierras. Resumiendo: educar para el futuro significa prepararse para el cambio y la transformación continua. Y esto no se logra incorporando exclusivamente el último avance de la tecnología. Habrá que fomentar también el valor del esfuerzo, la ética y de la solidaridad, el discurso de los derechos y también el de las obligaciones. Lo vertiginoso del cambio estructural y la necesidad de la adaptación permanente exige proporcionar herramientas para que se adquiera la autonomía necesaria para su autoafirmación, continuo autoaprendizaje y para que obtenga conocimientos y competencias facilitadores de su bienestar.
A finales del siglo XVIII, la máquina de vapor, impulsó la revolución industrial y cambió la faz del mundo, se convirtió en la columna vertebral del progreso. De su mano vinieron novedosos paisajes: extensión del capitalismo, de la clase obrera y nacimiento del socialismo, expansión del colonialismo... Dicha máquina, digámoslo así, sustituyó al músculo. Las actuales tecnologías con su vocación, digámoslo así también, de reemplazar al cerebro, están provocando mutaciones aún más inéditas y formidables. Todos somos conscientes de que todo está cambiando: el contexto económico, los datos políticos, los parámetros ecológicos, los valores sociales, los criterios culturales y las actitudes individuales e incluso la educación en todos sus ámbitos. Las tecnologías de la información y de la comunicación, así como la revolución digital, nos adentran en una nueva era cuya característica es el transporte instantáneo de datos y la proliferación de enlaces y redes electrónicas. Internet constituye el corazón y la síntesis de la gran mutación en marcha, las autopistas de la información suponen hoy lo que los ferrocarriles en la era industrial, factores potentes de impulsión y de intensificación de los intercambios. Hemos sido testigos de una avalancha de teorías pedagógicas, hemos asistido al desfile de modas psicológicas y al carrusel de teorías de la educación. La Ilustración habló de la escuela como de la gran liberadora, un pensamiento seudo-progre atacó la escuela porque "reproducía" la ideología dominante, después llegó la moda de atribuir al sistema educativo la tarea de proporcionar mano de obra capacitada y eficaz.
Pero educar para conseguir una ciudadanía crítica significa explorar la función social que desempeña la cultura en el fortalecimiento del entramado de la vida pública. Los sistemas educativos dependen de la idea prefigurada de inteligencia que reposa en cada contexto social, en cada sociedad concreta. Y la nuestra está experimentando un cambio de paradigma. Durante largos períodos se ha defendido que la función principal de la inteligencia era conocer. Ahora, hemos descubierto que la función de la inteligencia no es otra que dirigir el comportamiento para salir bien parado de la situación en que estemos y sin olvidar que lo educativo, la enseñanza y las interacciones que subyacen son motivo de reflexiones, optimistas y pesimistas, dudas y preocupaciones. Lo que es cierto es que la educación, ha cambiado radicalmente en el tránsito a la modernidad, así lo afirma Francisco Colom en Razones de Identidad. Pluralidad cultural e integración política (Anthropos, Barcelona 1.988).
Voy terminando, "Repensar" según la última edición del Real Diccionario de la Lengua Española es "un verbo transitivo, sinónimo de reflexionar" y según el Diccionario Ideológico de la Lengua Española de Casares significa "volver a pensar con atención", y así uno recuerda aquel ya lejano, gris y plúmbeo Florido pensil tardofranquista y estima que algo hemos avanzado en la buena dirección. El reto es seguir acertando, continuar haciendo caminos en la buena dirección por encima de las dificultades y desafíos que irán acechando a la enseñanza y a la educación con el devenir de los tiempos. Como vascos y europeos que somos.