ESTA vez es la buena. Por fin, el Tribunal Constitucional ha parido la sentencia del proyecto de Estatut de Catalunya. Parafraseando al ocurrente Alfonso Guerra, ya sabemos en qué consiste el cepillado judicial. Dos años y medio después, con siete borradores de sentencia en la mochila, el pleno del Constitucional ha enmendado la libre voluntad de los ciudadanos de Catalunya. Lo que yo me pregunto es si, a estas alturas, hay alguien ahí pendiente de la resolución de los caducados magistrados. No me refiero a ese recurso tan zapateril de acuchillar el estado social cuando el personal anda distraido con el movimiento del balón. Lo que quiero decir es si habrá alguien en Catalunya, más allá de los partidos políticos, a los que el asunto les va por oficio, preocupado por el último capítulo de un texto que democráticamente aprobaron sus instituciones y democráticamente refrendaron sus ciudadanos en plebiscito. Con todo lo que ha caído en el camino, la fe de los catalanes en el sistema tiene que ser equivalente al de los supporters ingleses en los árbitros después del expolio que sufrieron el domingo en su eliminatoria contra Alemania. El "por medios pacíficos se puede conseguir cualquier cosa" tantas veces invocado se lo ha tragado el retrete constitucional, cuyo texto sagrado incorpora en el artículo octavo el recurso militar para preservar la grandeza y la libertad de su única nación. Es decir, la constitucionalización de la receta del treinta y seis.