Estaba impartiendo un seminario sobre genocidio en la Universidad de Boise. Éramos unos 50, y el día se acababa después de siete intensas horas. El tema de la última sesión era el lingüicidio, y las técnicas utilizadas en las aulas para imponer el concepto de “civilización” que diferentes regímenes han tenido a lo largo de la historia. Hablé a los alumnos del joven Eusebio Ollo, nacido en Altsasu en 1838. Como todos los de su quinta, creció en una familia navarra sin aprender ni una palabra de castellano porque entonces apenas se utilizaba esta lengua en los hogares de Sakana. Con seis años acudió por vez primera a la escuela local donde la norma era “solo castellano”. Apenas unos días después de escolarizarse, el maestro propinó a Eusebio sendos baquetazos por no hablar una lengua que no sabía hablar. El ritual se repetía día tras día por la mañana y al final de la jornada escolar. Tuvo que llevar el anillo de hierro en muchas ocasiones, y cada vez que lo llevaba recibía la consabida tanda de palos dos veces al día. Tan solo había una manera de poner fin a la tortura: revelar al profesor el nombre de otro alumno que hablase en euskera y pasarle el anillo. Obviamente, el sistema aislaba completamente al que lo portaba; nadie quería estar a su lado. Después de aprender lo peligroso que era expresarse en su lengua, nunca le habló a su hija en euskera. Solo cuando años después su yerno le anunció que su nieto iba a aprender euskera en una escuela en Oñati, confesó a su hija de 32 años por qué nunca le había hablado en su lengua materna. El de Eusebio no fue un caso aislado, era la norma.

Al terminar mi presentación, una alumna levantó su mano: “¡A mí me pasó exactamente lo mismo!”, me dijo, “lo mismo…”. Le pregunté si me concedería una entrevista y dos meses más tarde nos reunimos en Boise. Su nombre es Josepha Sowanou y esto es lo que me contó.

“Nací en la pequeña localidad de Comè, Benín, al noroeste de África. Mi padre y mi madre hablan distintos dialectos de la lengua mina, que es la que hablaban casi todos los niños de mi edad. Pero según el título uno del artículo primero de la constitución de mi país, la única lengua oficial es el francés. Algunos dicen que es el artículo más importante de la ley, el primero. Y este artículo se aplica rigurosamente en las escuelas. La norma era solo francés y sancionaban duramente a los que la infringíamos. Yo fui castigada a menudo. En lugar de un anillo de hierro a nosotras nos obligaban a llevar un collar hecho con grandes caracolas que hacían mucho ruido cuando nos movíamos. Antes de empezar las clases, el profesor nos golpeaba con fuerza en las palmas de las manos con una vara de madera seca. Luego nos sentábamos todos juntos, pero al salir al recreo nadie quería estar cerca de nosotras, las portadoras de las caracolas, porque todos sabían que éramos capaces de hacer cualquier cosa para pasar el castigo a otra persona: El que llevaba el collar estaba totalmente aislado. Si no habíamos conseguido pasar el collar a nadie, el maestro nos volvía a golpear en las palmas de las manos y en el culo al final del día; era muy doloroso. Pero la humillación de ser castigadas delante de todos era peor que el dolor. Éramos unos 35 o 40 alumnos y yo no tenía más de seis años. En los colegios religiosos era peor, allí se castigaba a los alumnos del collar delante de toda la escuela, al principio y al final del día. No nos lo podíamos quitar, lo teníamos que llevar siempre puesto. Dado que Comè es muy pequeño, el maestro nos llevaba a casa, y allí nos castigaban nuestros padres por haber desobedecido en clase. Mi padre era profesor, y se lo tomaba muy en serio: hay que hablar en francés. Y se repetía el ritual al día siguiente. Era muy difícil ir a clase sabiendo que el día comenzaba con golpes en las palmas y volver a casa sabiendo que tu padre te iba a golpear. Ningún niño debería despertar con las manos doloridas.

Recuerdo que había un ranking de alumnos, numerados del mejor al peor, y los que estaban en la parte de debajo de aquella lista solían ser castigados más a menudo. Todos fuimos azotados por muchas cosas, pero solo los que no hablaban francés llevaban el collar. Siempre había alguien castigado, generalmente dos alumnos por clase. Los golpes no me ayudaron a aprender mejor el francés, y así pasaron mis años entre tercero y quinto de primaria.

Cumplidos los diez años, cuando entramos en secundaria, se acabaron los golpes, pero la educación continuaba siendo impartida únicamente en francés: estudiábamos lengua y literatura francesa, historia y geografía de Benín, educación física, biología y economía. En quinto grado había que pasar un examen de reválida en francés y los siguientes cinco años estudiábamos básicamente las mismas asignaturas además de filosofía francesa, historia de Francia y lengua inglesa y castellana. Solo había sitio para estas tres lenguas coloniales. Cuando estudiamos literatura de Benín, solo leímos a autores que habían escrito en francés, la littérature béninoise de langue française. Las lenguas que hablábamos, llamadas langues vulgaires o patois, estaban excluidas del currículum escolar. Son las lenguas vernáculas (langues vernaculaires) en oposición al francés que tiene el estatuto legal y político de lengua vehicular (langue véhiculaire) porque supuestamente permite la comunicación entre distintos grupos lingüísticos. Aparentemente, solo podemos entendernos en francés y ningún idioma africano es útil para ese propósito. Así es la educación en mi país al comienzo del nuevo milenio”.

País diverso

Benín es un país diverso y multicultural donde se hablan más de 50 lenguas autóctonas y la mayoría de la población es políglota. Unos 3,8 millones de los más de 10 millones de habitantes hablan francés como segunda lengua, pero a pesar de no ser un idioma africano y de que a pesar de detentar el título de “langue véhiculaire” no lo habla ni el 40% de la población, es el único idioma oficial de la República. Las lenguas autóctonas son consideradas “lenguas nacionales” que en el vocabulario legal beninés significa que “existen” pero “no tienen estatus legal”.

Este es el aporte de la L’Organisation internationale de la francophonie a la cultura africana, la contribución de un organismo internacional que fundado en 1970 bajo el lema de “égalité, complémentarité et solidarité” proclama entre sus principios rectores y valores fundamentales el respeto y promoción de la democracia y los derechos humanos, la diversidad cultural y lingüística, y la solidaridad. Con un presupuesto oficial de 85 millones de euros anuales y orgullosos de reunir a 54 países miembros y más de mil millones de personas, su objetivo es hacer del francés la primera “lengua vehicular” del planeta. Un propósito que se logra lacerando a menores de edad. O fallando en contra de implementar un sistema de educación público de inmersión en euskera en Iparralde como ha ocurrido en 2022.

Es un efectivo sistema de tortura. En 1838, Eusebio y sus compañeros de clase solo hablaban euskera y por ello fueron castigados; casi dos siglos después, en 2007, de los 20.000 habitantes de Sakana, tan solo el 24,6% utilizaban el euskera como primera lengua. El 68,5% de la población había aprendido a olvidar su lengua y a hablar castellano a palos.