Diana de Gales, de cuya muerte se cumplen esta semana 25 años, fue la primera mujer de la realeza británica que omitió la palabra “obedeceré” en sus votos matrimoniales, al casarse con el príncipe Carlos. Su ejemplo, en esa y otras muchas cuestiones, dejó una huella imborrable y cambió la monarquía para siempre. La princesa del pueblo, un apelativo que acuñó el ex primer ministro Tony Blair, conquistó a los británicos con su carácter cercano y revolucionó a los Windsor con su rechazo a regirse por anquilosadas costumbres cultivadas durante siglos.

Muchas de las reglas que Diana rompió quedaron de facto abolidas en la monarquía británica y las duquesas Catalina y Meghan, que tampoco juraron obediencia a sus maridos, sino solo “amarlos”, han seguido años después su modelo en multitud de aspectos de sus vidas.

Si en vida revitalizó la imagen y la popularidad de la monarquía en el Reino Unido, su muerte, con solo 36 años, se convirtió en una catarsis nacional que forzó a la familia real a cambiar la relación que mantenía con los ciudadanos británicos. En los días posteriores al trágico accidente que acabó con su vida, el 31 de agosto de 1997, cuando miles de personas lloraban su desaparición a las puertas del palacio de Kensington, en Londres, la reina Isabel II permaneció inescrutable en su residencia de Balmoral.

La indignación se acrecentó con algunas decisiones dictadas por un rígido protocolo que muchos juzgaron caduco, como la negativa inicial a bajar hasta media asta la bandera del palacio, siempre izada como símbolo de continuidad de la monarquía.

En pocos días, la irritación ciudadana estaba fuera de control y la familia real se vio obligada a replantear su estrategia. Isabel II ofreció el primer mensaje televisado en directo de su vida y dotó su discurso de un desacostumbrado tono emocional. Aquel viraje no tuvo vuelta atrás. La familia real adoptó desde entonces un estilo más mundano, comenzaron a mostrarse más vulnerables y más accesibles para los ciudadanos.