Comienza la película. Se escucha a una niña que, jugando con el teléfono de casa, marca un número al azar. Al otro lado, una familia responde divertida. Ellos también tienen un hijo, y los pequeños empiezan a charlar. La cámara sigue en todo momento el recorrido del cable telefónico, serpenteante por el suelo, hasta que, por fin, entra en plano el auricular, dejando helado al espectador –o, al menos, a quien escribe estas líneas–. Quien ha marcado y establecido contacto con la otra familia no es en realidad una niña, sino una mujer adulta que finge su voz. La historia continúa: siguen las llamadas, sigue la mentira. Cuando, desde el otro lado de la línea, proponen que ambos niños se conozcan, la mujer, ahora con su propia voz y adoptando el rol de la madre de su personaje inventado, anuncia que su hija ha muerto. Esta es –y perdonen los spoilers– la trama de Die Anruferin, una película de Felix Randau que durante años me ha tenido traumatizado, hasta el punto de desear muchas cosas malas a su director. La vimos en el Zinemaldia de 2007, en la sección Nuevos Directores-Zabaltegi, y desde entonces no he sido capaz de volver a enfrentarme a ella. En retrospectiva, y teniendo en cuenta el valor positivo que suelo otorgar al cine que incomoda como auténtico arte catártico, me cuesta entender qué es exactamente lo que me provoca tanto rechazo. Sin embargo, la evidencia es que cada vez que interactúo con un niño no puedo dejar de pensar que es un señor bajito engañándome.