El otro día me propuse vivir una experiencia auténticamente donostiarra y me puse a hacer cola. En la Parte Vieja, me situé al final de una hilera que moría a mitad de San Jerónimo. Pregunté al hombre de delante a qué altura comenzaba la recua, que giraba en la calle 31 de agosto. Me devolvió una mirada desconfiada, y volteó la cabeza. Pensé que sería extranjero y que no me había comprendido. O, bueno, puede ser que simplemente fuera local. Al poco, dejé de ser el último de la línea, que continuó hacia el Boulevard. Una familia asiática se posicionó tras de mí. “Basque cheesecake?”, me preguntaron, mientras me enseñaban en un smartphone una imagen de un local de venta de tarta de queso vasca –sea lo que sea eso– en el aeropuerto de Tokio. Miré al hombre de delante en busca de complicidad. Siguió inmutable y yo me encogí de hombros. La pareja que se detuvo tras los japoneses recordó cómo, la última vez que se encontró en una situación similar, acabó degustando en Ámsterdam unas galletas deliciosas. El estómago me advirtió con un rugido que llevaba tiempo sin ingerir nada y, entonces, caí en la cuenta de que la ringla podía desembocar en un museo. ¡Vaya embate! Pasó entonces un guía microfonado anunciando en francés que hacer cola ha sido algo inherente a la capital y que ya en tiempos de Pepe Botella los ciudadanos esperaban su turno en la fuente, mientras se reían de los militares. Sonó a profunda mentira, como (casi) toda esta columna.