El olvido reflejado en sus ojos, la incomprensión y el miedo. Unos ojos que brillan llorosos, escondidos en una sonrisa circunstancial. El olvido que empieza a ser perceptible en las preguntas repetidas, en las contestaciones no recordadas. El olvido que hace viajar a épocas pasadas para revivir momentos que creía olvidados. El olvido que desdibuja los rostros conocidos. El olvido esquivado únicamente por los hábitos diarios. El olvido que olvida avisar de antemano. Y enfrente, la frustración de quien desconoce lo que es el olvido, del que recuerda las respuestas pero quiere olvidar las preguntas, del que reconoce los rostros, pero no quiere recordarlos, porque en ese recuerdo yace el dolor del olvido. ¿Y en medio? Una distancia ampliada día a día por ese maldita memoria intermitente que selecciona los recuerdos sin tener en cuenta el amor o las emociones. Tampoco los besos, caricias y abrazos que evocan los recuerdos más placenteros. Esa memoria caprichosa que danza sobre las historias vividas seleccionando fotogramas sin sentido para proyectarlos en forma de sombras sobre una pantalla en blanco. No hay batalla posible contra ese olvido, contra un enemigo que se olvida a sí mismo.
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