El pasado 20 de marzo fue aprobada por el Congreso de los Diputados la Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario que ha entrado en vigor el pasado 1 de abril. La nueva ley pretende reducir la cifra global del desperdicio en el Estado español, que en 2023 fue de 1.214 millones de toneladas, mientras que la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) estima que cada año se desperdician en el mundo unos 1.300 millones de toneladas, alrededor del 30% de los alimentos que se producen.

Euskadi no es ajena a esta problemática. Del 16 al 24 de noviembre del pasado año fue impulsada la Semana Europea de Prevención de Residuos bajo la coordinación de la Sociedad Pública de Gestión Ambiental Ihobe, dependiente del Gobierno vasco, coincidiendo con la celebración de dicha semana en los diferentes países europeos, y en ella se informó que, según estudios reciente de la Fundación Vasca de Seguridad Agroalimentaria Elika, la media del desperdicio alimentario anual en nuestra comunidad es de 111 kilos por persona, de los cuales 40 kilos son alimentos comestibles. Pero hay un dato positivo y es la existencia de 43 acciones e iniciativas frente al despilfarro alimentario.

Al hablar del desperdicio alimentario nos estamos refiriendo a un problema de dimensión global de enormes proporciones y cuyas repercusiones económicas, ambientales y sociales son de carácter muy profundo, donde millones de personas sufren de hambre y malnutrición. No solo es una gran tragedia para quienes carecen de acceso a una alimentación adecuada, sino que también supone una enorme pérdida de recursos.

En el preámbulo de la Ley, se viene a decir que “reducir drásticamente ese volumen de pérdidas y desperdicio alimentario es un imperativo moral de los poderes públicos y de los operadores de la cadena de suministro. Pero no solo se desperdician esos alimentos tan necesarios en sí, sino también los significativos recursos empleados para producirlos, los ingentes esfuerzos humanos, técnicos y económicos invertidos y el valor agregado logrado con tanto trabajo y dedicación. El desperdicio supone una ruptura de las cadenas de valor del sector primario, un freno para el desarrollo económico de muchas regiones y operadores, en especial de las zonas rurales, y una inversión baldía que no se podrá dedicar a otros fines”.

A todo ello, habría que añadir que suponen un lastre muchas veces inadvertido para la política ambiental, ya que los alimentos desperdiciados generan una elevada huella hídrica y carbónica. Los alimentos desperdiciados añaden un inasumible coste de oportunidad en recursos empleados, ya que absorben una ingente cantidad de insumos que no fructificarán e impiden el uso del suelo para otros fines. Unos dos millones de hectáreas se han deforestado para producir alimentos que no se han consumido, y casi un 30% de la superficie agrícola del mundo se usa anualmente para producir alimentos que se pierden o desperdician.

Según el Informe especial del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) sobre Climate Change and Lund, publicado en agosto de 2019, “la reducción de la pérdida y del desperdicio de alimentos puede disminuir las emisiones de GEI y contribuir a la adaptación mediante la reducción de la superficie de tierra necesaria para la producción de alimentos”.

Distintos expertos consideran que la Ley de Desperdicio Alimentario avanza por el buen camino, pero es poco concreta en la mayoría de las medidas propuestas. El catedrático en Tecnología de Alimentos de la Universidad de Valladolid, Manuel Gómez Pallarés, en un artículo publicado en la revista Residuos profesional, señala que una de las labores más importantes a realizar es la cuantificación del desperdicio señalado, ya que ello puede medir la efectividad de las medidas propuestas en un futuro. Sin embargo, se lamenta en el citado artículo que “algunos de los datos provienen de encuestas, y las encuestas pueden presentar problemas de fiabilidad, especialmente cuando existen posibles intereses”.

Sí que parece que está bastante claro que, en la cadena de transformación, distribución y consumo, el mayor desperdicio se produce en los hogares (40%), y en menor proporción en la restauración (15%) y la distribución (5%), y que las estrategias para reducir este desperdicio deben ser diferentes.

Una de las principales cuestiones de la nueva ley está en que las empresas de la cadena alimentaria –producción, transformación, distribución de alimentos, así como la hostelería y restauración– deben de elaborar planes de prevención de perdidas y desperdicios. Y, cuando se desechan alimentos, la prioridad será siempre el consumo humano, a través de la donación o redistribución de alimentos a entidades sociales, cosa que ya se viene haciendo en Euskadi, aunque ahora pasa a ser obligación legal. Si no se puede donar, la ley plantea destinar los excedentes a alimentación animal, compost o biocombustibles.

En el caso de la restauración, se hace una apuesta clara por facilitar que los consumidores puedan llevarse las sobras a casa, que es una práctica bastante extendida en otros países europeos, y en el caso de Euskadi cada vez más, aunque habría que analizar su extensión. En esta materia, si que es importante que los recipientes para que los consumidores se puedan llevar los alimentos de las sobras sean reutilizables y reciclables.

La ley de despilfarro alimentario también plantea algunas recomendaciones interesantes e importantes, como que los establecimientos de venta de alimentos tengan líneas con productos como los denominados “feos” o “imperfectos”, siempre que cumplan con la normativa sanitaria al respecto, así como que promocionen y fomenten “los productos de temporada, de proximidad y los ecológicos”. Y, también la norma plantea incentivar con descuentos la venta de productos con la fecha de consumo de caducidad próxima.

En lo referente a los consumidores, hay una labor muy grande que hacer en cuanto al desperdicio en los hogares, ya que en bastantes ocasiones no se diferencia entre fechas de consumo preferente y de caducidad, y es necesario informar periódicamente sobre ello. Pero también se trata de actuar para reducir el desperdicio alimentario de una forma muy elemental y consiste en un adecuado control de compras, adquiriendo buenos hábitos en la planificación y compra de alimentos.

Reducir drásticamente el volumen de pérdidas y desperdicio alimentario en consonancia con la justicia social, la economía y la protección ambiental, y promover una sociedad consciente de la importancia que tiene cada alimento, es una necesidad imperiosa y un imperativo ético, que incumbe a todos los poderes públicos y a todos los operadores de la cadena, incluidos los consumidores.