El cine ha mostrado en multitud de ocasiones cómo lo peor y lo mejor del ser humano pueden darse en torno a una mesa. En Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957), Henry Fonda intenta que el sistema judicial estadounidense no engulla a un acusado de asesinato, aferrándose a aquello que a todos nos convierte en expertos en leyes: la duda razonable.

Otras cintas, como Un dios salvaje (Roman Polanski, 2011) –o su versión extrema, Mass (Fran Kranz, 2021)–, llevan a sus protagonistas a terminar emocionalmente exhaustos, dando vueltas en la habitación, como vueltas da la vida cuando se hiere a los más cercanos.

Existen citas –ahora sí, alimenticias– a las que nos hubiese gustado ser invitados, como al suculento banquete de El festín de Babette (Gabriel Axel, 1987), digno del pecado de la gula, o a los ágapes que se proponen en Delicioso (Éric Besnard, 2021), donde descubriríamos el origen de muchos platos actuales.

Por el contrario, declinaríamos la propuesta, si conociésemos de antemano las consecuencias deshumanizadoras de asistir a la mansión de El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962) o, si supiésemos que el objetivo de La gran comilona (Marco Ferreri, 1973) es el suicidio por empacho.

Eso sí, siempre es mejor ser invitado que quedar fuera, como bien han descubierto los líderes europeos que ayer se reunieron en París para constatar lo que Trump y Putin tienen claro: si no eres un comensal, eres parte del menú, y a Europa solo le falta ser emplatada y servida.