Soy de los que responden “un mago nunca llega tarde...” cuando, claro, he llegado tarde. Habitual es mi impuntualidad, como también lo son los reproches que suelo recibir. “Serías capaz de llegar tarde a tu propio funeral”, me han dicho alguna vez. Ojalá fuese así: deseo con todas mis fuerzas arañarle a la muerte, aunque sea, unos pocos segundos. En 2006 se llevó a cabo un experimento: se distribuyó a puntuales e impuntuales en dos grupos y les hicieron contar internamente 60 segundos. Los primeros lo hicieron en 58 segundos, mientras que los impuntuales demostraron que, para ellos, un minuto es igual a 77 segundos. Nos pasa como a los perros: por cada año contamos siete. Hace pocos días, después de echarme la bronca por retrasarme en una cita, una profesora en prácticas me contó que algunos alumnos de su clase de bachillerato tienen serias dificultades para leer la hora en un reloj analógico. No se aclaran con la función de cada manecilla y se rigen por el sistema de las 24 horas de los móviles. Lo de menos veinte y menos cuarto también lo deben llevar regulinchi. Hace poco, en un concurso televisivo, vi a una joven con problemas para explicar qué señala la manecilla más larga. Es sencillo lo que indica: que en el momento en que te pones a escribir sobre los jóvenes es que te has vuelto un puto viejo,
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