En un grupo de WhatsApp que comparto con amigos se suele hablar despiadadamente de los periodistas. Es cierto que, últimamente, el odio se canaliza hacia esos funcionarios que parecen vivir en su burbuja. Los sindicatos también se llevan palos de vez en cuando, acusados de ayudar sólo a los empleados de la función pública. Hay quien responde, con razón, que quien quiera peces, que se moje el culo. De vez en cuando les cae una hostia a los ingenieros, sobre todo, cooperativistas. Los empresarios también se llevan lo suyo cuando se discute sobre el reparto del plusvalor –en su concepción marxista– entre la plantilla, aunque la discusión acaba siempre en una cuestión semántica. Dos, que están de acuerdo en que el Estado tiene mecanismos para hacer que los ricos paguen más, se llegan a enfrentar por matices. En dicho grupo hay dos empresarios, un funcionario, un ingeniero cooperativista, un ingeniero exiliado, un funcionario interino a jornada parcial, tres trabajadores por cuenta ajena que no discuten y este periodista. La gran mayoría experimentan o han experimentado la pobreza. Y, pese a cualquier diferencia, todos piensan que no puede haber trabajadores pobres. En defensa de mi sector, suelo atribuir cualquier incapacidad periodística a la precariedad. También les digo que no hay que tomarnos en serio. De hecho, este artículo está escrito deprisa y corriendo antes de enviar el periódico a imprenta, porque se me había olvidado escribirlo. Como para hacerme caso en algo...
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