El señor y la señora Astor embarcaron en el Titanic en Cherburgo en abril de 1912. Cuatro días más tarde, él la ayudaba a ella, embarazada de cuatro meses, a subirse a un bote salvavidas mientras en mitad del gélido Atlántico, esa madrugada resonaba “mujeres y niños primero”. Otro barco que cruzaba la zona diez días más tarde, encontró el cadáver del señor Astor —John Jacob IV—, el propietario de la mayor fortuna embarcada en el Titanic. Unos 2.000 millones de dólares actuales. Su viuda, rescatada por el Carpanthia junto a otros 700 supervivientes, dio debida sepultura a su marido, en cuyo bolsillo de la chaqueta halló un precioso reloj. Ella podía disfrutaría de la fortuna siempre que no se casara. En 1916 renunció por amor. Ese desapego lo comenzó siete días después del hundimiento: junto a otras dos viudas regaló el reloj al capitán del Carpanthia: “Con la más sincera gratitud y aprecio de tres supervivientes”. Un siglo después, aquel reloj ha sido subastado por 1,8 millones de euros, la mayor subasta de un objeto del pecio. Aquel naufragio aún asombra porque cada pasajero era una historia que habla a través de los objetos. En este 2024, quienes viajan en cayuco también tienen su historia, pero no fascinan. Ni sus objetos ni ellos, que son los subastados en cuotas entre territorios que se pelean por no acogerlos.