Cuelga de la pared de la habitación del cuarto una mascarilla que llevará ahí dos años. La veo a diario, negra, pendiendo de un extremo, convertida en una parte más del mobiliario. Hay objetos que por alguna razón no te decides a desprenderte de ellos, y cuando parecen desprovistos de vida, recobran de la noche a la mañana el protagonismo, como ha ocurrido estos días en el rostro de cientos de personas inmersas en labores de limpieza tras el paso de la dana. Decía el otro día un afectado por la riada en Valencia que se sorprendía por haberse visto obligado a utilizar de nuevo la dichosa mascarilla que tenía guardada en casa desde la pandemia, y que creía para siempre olvidada. Es el sentido pendular de la historia, que parece ir y venir cada vez más aprisa, lo que hace que objetos, situaciones, recuerdos y acontecimientos que habíamos relegado asomen de nuevo con fuerza renovada. El retorno de Donald Trump, cuya vuelta al poder sacude de nuevo el tablero global, recuerda, como un temor confirmado, a la dichosa mascarilla negra de la habitación. De algún modo, resulta inevitable que a periodos de amplia libertad sucedan siempre otros de restricciones varias. Y siempre queda la duda de si todo es fruto de la inacción ciudadana, o la confirmación de una dialéctica pendular inevitable.