Un buen amigo dice que todas mis columnas son la misma, solo que escritas de otra manera. Me acuerdo de él –y de sus padres– cada vez que me enfrento a la página en blanco, sin una opinión clara que verter o, mejor dicho, que vomitar. A quienes nos exponemos se nos presupone un conocimiento, una cultura, una serie de nociones para entender el mundo, cuando en realidad lo que hacemos –y esto es un plural mayestático– es mirarnos al espejo con las gafas que correspondan según avanza la actualidad. Y es que el “yo, mí, me, conmigo” es siempre la canción más saciante del ego, algo muy presente en mi vida, como me recordaba ayer una amiga cuando me lamentaba de aquellos que hablan del Superyó de otros a sus espaldas. Y eso que no hay nada más satisfactorio que hablar de uno mismo con otros. El ego no es más que el autoconocimiento de los propios límites, mientras que la humildad no deja de ser un valor heredado de la tradición cristiana que invita a la sumisión. Apenas existe diferencia entre el que afirma ser bueno en algo y el que se viste de una manera u otra según el día. No deja de ser una plasmación del propio yo en la res publica. Quiero decir que el mismo ego tiene quien pinta un cuadro en silencio que quien, en una tertulia, afirma: “Todos lo sabíamos, pero...”. Una frase que, como conocen los aficionados a Parquesvr, solo puede terminar con un “...pero, pepero”.
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