Dicen que el otoño llama a la puerta para decirte que se acabó la fiesta, aunque del mismo modo podríamos añadir que es una estación triste para quien no sabe divertirse. El cambio de estación y el propio discurrir cíclico de la vida se acaba convirtiendo en un sendero marcado de antemano que parece inocularnos en vena una serie de percepciones que han pasado por un filtro cultural: se acabó el verano, se acabó la fiesta, y ahora llega el recogimiento y la tristeza. Como si la alegría estuviera reñida con el otoño, esa segunda primavera donde cada hoja es una flor, como dijo Albert Camus. La verborrea del dicen y dicen resuena a letanía de una vida vivida a expensas de los demás, como si nos hubieran arrebatado el papel protagonista de nuestra propia existencia, olvidando que, en realidad, cada gran sueño comienza con un soñador. Igual se trata de ir más allá de las convenciones sociales para despojarlas de su carácter casi sagrado. Eso sí, es un paso que no sale gratis. La sociedad en la que vivimos es aparentemente abierta y permisiva, pero ojo con quien se sale del rebaño: se convierte en un bicho raro. Un animal tan raro como libre, que cuestiona lo establecido de su propia cultura porque sabe que es un saludable ejercicio. Un pájaro que vuela sonriente sobre la tierra buscando otoños sucesivos.
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