La falta de certidumbre en la sociedad contemporánea provoca que la conspiranoia se vuelva más atractiva que la realidad. Por eso, me gusta recordar el principio de la navaja de Ockham: ante una disyuntiva, la explicación más sencilla suele ser, por norma general, la verdadera. La liberación del periodista vasco Pablo González, gracias a un acuerdo entre Rusia y EEUU, pone a los ciudadanos, a los políticos, a los medios y al estercolero de Twitter ante una pregunta: ¿por qué Putin ha negociado su liberación? La respuesta más sencilla es por su doble nacionalidad. El Kremlin ha rescatado a uno de sus ciudadanos de un ataque contra los derechos humanos cometido durante dos años por un país de la Unión Europea, Polonia, mientras que el Estado español –y, por extensión, los partidos vascos que lo sostienen– lo abandonaba a su suerte. La otra posibilidad es que efectivamente sea un espía, aunque los polacos jamás hayan presentado cargos. Podríamos encontrarnos, incluso, ante una falacia por asociación: como Putin es el villano de James Bond que necesita Occidente, González solo puede ser un espía. Y así, sin despeinarnos, esquivamos la bala de reconocer que Rusia ha hecho algo bien. Puede que me equivoque, pero que sea o no un espía no es lo importante. Lo que es capital es que la democracia occidental ha permitido el secuestro de un sujeto de derecho mientras todos miraban. Solo espero que González vuelva a abrazar pronto a su familia.