Hace mucho tiempo conocí a varios sintecho. Vivían en lo que eran las escaleras de Anoeta antes de la reforma, donde muchas personas dormían y se guarecían de la lluvia. Un amigo, que conocía a uno, nos llevó una noche a varios de nosotros a pasar un rato con ellos. Alguien sacó el tema de que yo escribía relatos y uno de ellos saltó como un resorte: “¡Yo también soy escritor!”, exclamó. Desgraciadamente no recuerdo su nombre, pero sí cómo los siguientes minutos me trató con mayor deferencia que a los demás. Antes de marcharme me enseñó su saco de dormir, donde sus únicas pertenencias eran algunos libros que guardaba como si fueran tesoros. Conversamos sobre literatura y él, que no paraba de reír, me comentó que había acabado así por tratar de ganarse la vida como escritor. Nos despedimos y les dejamos allí, en las escaleras que hacían suyas cada noche. Al tiempo me llegó el rumor, que nunca pude comprobar, de que había fallecido tras caer enfermo por el frío del invierno. A pesar del paso del tiempo, decenas de personas en Donostia siguen viviendo en la calle, sobreviviendo gracias a la caridad. Mientras la obsesión de muchos es consumir sin control, hay gente que no tiene más que unos libros bajo su almohada y, sin embargo, afronta las dificultades a base de risas.